VILLA MAYFAIR Y LAS NOTAS DEL ABUELO

VILLA MAYFAIR Y LAS NOTAS DEL ABUELO

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Libretas anilladas, pequeños blocs de notas de papel cuadriculado amarilleado por el tiempo, agendas y dietarios. Aparecían inesperadamente en los más absurdos rincones de la nostálgica  Villa Mayfair, el idílico escenario que fue marco de buena parte de mi juventud y de interminables reuniones familiares.  Una bella y decadente residencia de estilo modernista, ahogada por un frondoso entorno por cuyos laberintos transcurrieron los sueños de mi infancia. Allí pasaron largas temporadas mis abuelos, lejos de la vorágine urbana. Ciertamente Villa Mayfair tenía una magia especial, con su  jardín estilo novecentista, salpicado de  bellas figuras de mármol  que, vestidas por la intemperie de líquenes  y mohos, adquirían un aspecto sobrecogedor bajo los contraluces del atardecer. La casa, con sus tejados de perfiles cóncavos rematados por tejas esmaltadas de color verde, tenía, como muchas obras de principios del siglo XX, reminiscencias orientales que hacían volar nuestra imaginación. La pequeña mansión se imponía a duras penas entre aquel vergel, como un organismo surgido de las entrañas de la tierra, luchando contra la indomable floresta. 

Junto a mis primos, a menudo descubría tesoros escondidos entre aquella selva de gardenias, camelias y adelfas. “¡Cuidado con las adelfas, niños, ni se os ocurra tocarlas, que son venenosas!”. Nos repetía una y otra vez la querida abuela Martina cada vez que nos aventurábamos en aquella selva de sorpresas y misterios.  Y nosotros, por supuesto, obedecíamos domesticados por el terror que nos invadía de sólo pensar en morir intoxicados. El jardín también fue el escenario de las más variopintas demostraciones, como las sesiones de tiro al arco de mi tía Eugenia, campeona de esta modalidad. Mi abuelo trazaba con su bastón de madera de boj una línea en el suelo; “prohibido traspasar la línea niños, que tira la tía”, y nosotros, en un ritual preciso, en absoluto silencio, nos arremolinábamos  expectantes para gozar del gran espectáculo. Las flechas salían con inusitada maestría, una tras otra, desgarrando el denso aire del jardín con su silbido característico hasta clavarse sin piedad en una diana multicolor. Siempre en el centro, con una precisión que nos maravillaba. ¡Como añoro aquellas sesiones magistrales que acabaron repentinamente  con la prematura desaparición de mi admirada tía!. Un cáncer traidor se la llevó sin avisar, a los 37 años; fue el inicio del declive de Villa Mayfair.

Como el jardín, la casa era un refugio, un pequeño ecosistema ajeno a los conflictos que acaecían más allá de sus muros y verjas. Un reino repleto de sorpresas. De hecho así la llamaba mi abuelo, “el refugio”. “ ¡Nos vamos para el refugio!”,  anticipaba alegremente cuando se avecinaba un cambio de aires con su voz de barítono. Objetos de las más diversas procedencias, acumulados durante tres generaciones, creaban una textura irrepetible, como un pedacito de mundo concentrado, que nos transportaba a  los confines del globo y a las culturas más remotas. En una pared del salón principal dedicada al continente africano, pendían decenas de máscaras de expresiones atroces que rodeaban en perfecta armonía un ishilunga, el  gran escudo de guerra zulú.  Fósiles, colmillos, minerales de los más variados colores, espadas Tuareg y arcos de las tribus Ka´apor, se acumulaban con atrevida armonía en cada rincón de la casa. Objetos irrepetibles, dignos de un museo que maravillaban a propios y a extraños.

 Pero el verdadero legado de mi abuelo fueron esas pequeñas libretas y dietarios repletos de datos, atesorados a veces en cajones, pero también ocultos en lugares sorprendentes. Dese su muerte, uno a uno los fui recopilando a medida que el azar o quizás el destino me llevaron a encontrarlos. A veces era un repentino destello de clarividencia que inesperadamente fluía en forma de nítida imagen, indicándome el lugar exacto donde se hallaban. En otras ocasiones, quizás las más inquietantes, la propia figura de mi abuelo, sentado a los pies de mi cama, era la que me indicaba dónde buscar. Estos sueños, indefectiblemente, acababan en un despertar abrupto y angustioso. Con  las manos temblorosas apuntaba lo que acababa de oír y me lanzaba lo antes posible a la aventura de su búsqueda. Primero, en secreto,  cuando la casa aún era habitada por mi abuela Rita y, en los últimos años, entrando furtivamente en la ya decrépita y abandonada mansión, que se consumía injustamente en un mar de litigios. Eran unas expediciones no exentas de riesgo, que generaban en mí avalanchas de sensaciones intensas. Sentimientos  de profunda nostalgia se entremezclaban con el extraño presentimiento de ser observado; a cada instante mi vista se desviaba ante fugaces sombras que se desvanecían al ser observadas. Y los tesoros manuscritos surgían invariablemente allá dónde estaba previsto, mostrando la complejidad de sus contenidos. A veces con precisa letra caligráfica, otras como enigmáticos jeroglíficos  y criptogramas que retaban ser descifrados.

Sí, éste era el verdadero tesoro del  abuelo Adrián. Un intrincado universo epistolar que fluctuaba entre el misterio y lo absurdo. Pero con los años fui comprobando que cada una de aquellas libretas era la clave que resolvía un determinado enigma o el quid para obtener sorprendentes dádivas. Descubrimientos, algunos,  de insospechada relevancia, como una cuenta corriente a plazo fijo en la Caja de Ingenieros, ¡abierta a mi nombre!, con una sustanciosa cifra que no voy a revelar. O la colección de  216 doblones de oro de Carlos IV, depositada en una caja de seguridad, cuya clave y localización se deducían descifrando un algoritmo oculto en las estrofas de un extraño poema dedicado a la muerte…Historias apasionantes por finalizar que han dado un vuelco irreversible a mi vida y que quizás algún día contaré.

Así era mi abuelo, un impenitente bullebulle de doble vida que “reservó” deliberadamente buena parte de su legado, y otros secretos inconfesables, al que fuera capaz de encontrarlos en la antigua villa. A él y a su genial excentricidad, le debo mi fortuna.

Al fin había comprendido con orgullo y satisfacción el significado de su reiterativa frase que nunca nos quiso aclarar:

La dicha para quien la encuentre y al miope, ni pan”.

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