Hoy he vuelto a estar con ella. Lleva días que ya no es capaz ni de articular palabra. Darle la comida cada vez se hace más complicado y se alarga más en el tiempo, a veces, por más de dos horas. Apenas abre la boca, llena todo de comida y ni es capaz de decir lo que quiere.

Ahora lleva pañales, la tenemos que levantar, mover, acostar, sentar, dar de comer, lavar, cortar las uñas, cuidarla como si de un bebé se tratará. Cuidarla y darle amor como tantas veces ella hizo conmigo con toda la paciencia del mundo, paciencia que a veces a mí me falta.

Recuerdo cientos de veces en las que me repitió que le pedía a Dios estar muerta  antes de llegar a depender de otra persona que le tuviera que hacer las cosas sin poder valerse por sí misma. A veces me pregunto si se acordará de aquellas palabras y qué pensará de todo aquello. Quisiera saber que siente.

Su mirada está perdida. La busco con la mía para ver si la encuentro en el camino y puedo traerla de vuelta. Aparecen momentos fugaces en los que me mira fijamente pero sus ojos parecen vacíos. Es como si su cuerpo estuviera aquí pero ella ya no. Ha vuelto a tener pañales, pero no tiene la curiosidad que tienen los bebés por la vida y todo lo que les rodea. La noto cansada, sin ilusión por nada, faltándole las ganas de vivir, preguntándose que hace aquí.

Por otro lado, desde que está así, se ríe como una niña pequeña cuando le decimos o hacemos algo que sabemos que a ella puede hacerle gracia. En los cuarenta años que la llevo conociendo no recuerdo verla reir así, sin reprimirse nada, recuperando la inocencia de una infancia que nunca tuvo.

Cada vez que la miro no puedo evitar sentir una profunda pena por aquella mujer que alguna vez fue. Luchadora, incapaz de estarse quieta, ayudando a todo el mundo, pensando en cualquiera antes que en ella. Intento contener las lágrimas mientras estoy a su lado procurando hablarle para ver si obtengo alguna respuesta por su parte, pero a veces me cuesta que mis ojos no se humedezcan. No quiero que ella me vea así. No quiero que me note mal. Quiero hacer todo lo posible para demostrarle lo muchísimo que la quiero, aunque ella a veces haya dudado de mi amor por todos esos miedos que siempre tuvo de perderme.

Escribir sobre su estado y sobre recuerdos que me vienen de ella, me hace sentir nostalgia por todo aquello que nunca ocurrió. Ella es la mujer más importante de mi vida, la que me marcó, la que me crió, la que me quiso de la mejor que manera que pudo, la que se quitaba de comer cualquier cosa para que yo la pudiera comer.

También hay que reconocer que esa pequeña mujer sabía cómo utilizar armas de destrucción masiva cuando dirigía su chantaje emocional hacía mí para que me quedara a su lado, para que no saliera ni viajara, para que la quisiera, buscando tan sólo no sentirse sola demostrándole que, si cedía a sus peticiones, entonces era que la quería “más que a nadie”.

Así pasaron los años a su lado, y al lado de mi abuelo, mientras había resentimientos que crecían hacia ambos. Era raro si pasaba un día sin enfados, gritos y discusiones que minaban mi seguridad y autoestima. Disparábamos a matar. Aún hoy, siento a veces una gran culpabilidad por aquellas palabras que salieron de mi boca y que, estoy convencida, hirieron de gravedad la estabilidad emocional y mental de unas personas que sé que me amaron, y me aman, tanto como yo a ellos.

Ahora entiendo que tan sólo eran niños heridos contra un mundo que no entendían. Todos tenemos miedo que no sabemos cómo gestionar. Por eso gritamos, nos enfadamos, decimos y hacemos cosas hacia personas que amamos sin sentirlo realmente. Ellos no se equivocaron. Es que no sabían hacerlo de otra forma porque nunca le enseñaron a hacerlo de otra forma.  Aún así, aunque he tardado mucho en reconocerlo y saber valorarlo, fueron lo suficientemente entregados como para criarme con unos valores que no da el dinero. Que sólo puede recibirse de personas amables, bondadosas, con principios y fortalezas que ya son difíciles de encontrar.

Tanto a ella como a mi abuelo les costaba dar muestras de cariño. Les costaba dar y recibir un abrazo o un beso. Así que ahora todos los besos y abrazos que ya no puedo dar a mi “duende”, que es como llamaba a mi abuelo, se los añado a todos los te quiero que regalo a mi abuela cada vez que estoy a su lado.

No pierdo la esperanza de que todo ese Amor la haga volver a mí,  ya que a mi duende, aunque lo siento cada día a mi lado, no volveré a tocarlo ni a darle algunas muestras de cariño que me quedaron en el tintero por un orgullo que ahora no significa nada. Gracias a todo lo que pasó con él, he aprendido que el orgullo hacía las personas que amas sólo te lleva a perder un tiempo precioso a su lado, mientras tu estas sufriendo igual o más que esa persona. Nadie gana. Todos perdemos.

Al menos me queda la tranquilidad de que su última noche la pasé agarrando su mano y sin poder dormir, como si supiera que aquella sería mi última oportunidad de demostrarle el amor tan grande que sentía hacía él, aunque muchas veces no sabía cómo hacérselo llegar.

Esperó a irse cuando lo dejé, lo que a mí me pareció, un momento. Recuerdo perfectamente aquel día a mi hermana entrando por la puerta de mi casa diciéndome: “El abuelo ha muerto”.

Aquello me llevó a sentir un profundo amor incondicional por ellos. No voy a esperar a que mi abuela me deje para hacerle llegar ese amor. Lo haré cada día que pase a su lado.

Mis_Abuelos5.jpg

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS

comments powered by Disqus