Recuerdos, muchos, que humedecen los ojos.
Deseo traer al presente aquel pasado tan lleno de alegrías, tan sacrificado, tan plagado de enseñanzas.
Esta es la historia de una maravillosa familia.
La abuela paterna, Urbelina, casada con Juan Roque López era Directora en una escuela rural en un pueblito de la provincia de Buenos Aires, el abuelo, maestro. Para llegar a dar clases debían recorrer varios kilómetros en carro tirado por caballos, por pedregosos y fangosos caminos.
No faltaron ni un día, ni la lluvia ni el viento, ni el descarnado frío del invierno les hacían desistir de su misión educadora. Fue así que la abuela enfermó siendo muy joven y falleció a los 36 años, dejando cinco hijos.
A pesar de que los ingresos eran magros y había muchas bocas que alimentar, una niña, vecina de los López, pasó a integrar el cuadro familiar. Se sumó al clan y fue una hermana más para aquellos niños.Ya eran seis.
Cuando la abuela murió, Carlos Enrique tenía 7 años. Esa prematura muerte marcó su carácter y su vida. Heredó de sus padres la vocación docente y con apenas 24 años y una valija cargada de sueños se dirigió al lugar donde lo habían enviado. Lugar desolado e indómito de nuestra Patagonia Argentina, cerca de nada y lejos de todo. Ñorquinco es su nombre, que en lengua mapuche significa Planta de Agua.
Allí Carlos Enrique, maestro recién recibido, se abocó con esmero a llevar instrucción a los que nada sabían.
Su única compañía era el ulular del viento y el frio que se colaba por las hendijas de esa precaria escuela rancho. Lejos de amedrentarse ante la hostilidad del medio, sintió en su interior la fuerza innata del servicio y convirtió en tangible realidad lo que hasta ese momento era la nada.
Todo su esfuerzo, toda su valentía, todo su coraje de joven deseoso de impartir instrucción, fueron recompensados con un ascenso a Director de Segunda y enviado a otra localidad, no menos desértica ni menos hinóspita: Pilquiniyehu.
Allí se hizo cargo de la escuela de una toldería mapuche, donde no solo se dedicó a enseñar a leer y escribir a los indígenas, sino que impartió clases de albañilería y carpintería. También cocinaba para los alumnos y creó el primer cementerio mapuche del lugar, motivo por el cual, también construía los ataúdes.
Los alumnos se multiplicaban, interesados por aprender, por saborear diferentes comidas, por socializar. Entonces Carlos Enrique también construyó algunas aulas y el comedor.
Pero se necesitaba la ayuda de otro docente. Esta petición fue aceptada por la Supervisión y al poco tiempo llegó una maestra, Dora Ochoa.
Dorita, como cariñosamente se la conocería años después, llegó a ese paraje con sus tímidos 18 años y su flamante título. Con las mismas ansias de enseñar ese mundo desconocido implícito en los libros.
Llegó acompañada de su madre, Amadora, que permaneció junto a ella haciéndose cargo ad-honorem de la cocina de la escuela. Allí permaneció cuidando el honor de su hija, en ese desierto donde solo crecen los coirones, donde el viento azota con fuerza, y el silencio y la oscuridad son únicos compañeros.
La abuela materna merece un capítulo aparte. Apodada por sus nietos LA NONINA, hija de inmigrantes gallegos, se casó con Gregorio Ochoa, hombre de intachable honradez, peón de campo y más tarde Recibidor de Granos.
Así como en los cuentos, Director y maestra no tardaron en enamorarse y contrajeron matrimonio durante el receso escolar de julio, en 1944.
Entones La Nonina regresó a su pueblo, Alberti, feliz y tranquila.
El novel matrimonio López-Ochoa pronto fue trasladado a un lugar algo más civilizado, pero cuyo nombre es todo un significado: Cañadón Perdido.
Allí nacieron Enrique María en 1946 y Carlos María en 1948.
Como Director de Primera Carlos Enrique y su familia se trasladaron a Comodoro Rivadavia, al barrio Km 8.
Allí él y su esposa se dedicaron con la pasión de siempre a la enseñanza, a inculcar valores y principios imprescindibles entre los niños, mayoritariamente hijos de inmigrantes que habían llegado a esas costas patagónicas atraídos por un fenómeno denominado Oro negro.
Inquieto y deseoso de brindar más a una población donde no escaseaba el analfabetismo, Don Carlos creó en 1951 la Escuela para Adultos, allí además de enseñar a leer y escribir, se dictaban clases de contabilidad, dactilografía, dibujo lineal, etc.
Los primeros años el matrimonio trabajó ad-honorem, mientras criaban a sus tres hijos, ya que en 1958 nació en esa localidad Luis María.
De un tronco de tan firmes convicciones no pueden nacer ramas torcidas. Enrique se recibió de Abogado, Carlos de Médico y Luis de Analista.
Esta es a grandes rasgos la historia de la Familia López, no es mi familia, pero la quiero y la valoro como tal.
Muchas veces la sangre no es el vínculo que estrecha lazos y sentimientos. El verdadero cariño, el valorar, el respetar, el sentirse querido, hacen que esas personas sean parte de nuestra familia y que nos unan a través de lo que compartimos.
Tuve la suerte de ser alumna de tan distinguidos Directores, tuve la fortuna de nutrirme de sus conocimientos, de instruirme bajo valores y principios que, además de los inculcados en mi hogar, me abrieron caminos y me ayudaron y ayudan a transitarlos.
Siento un agradecimiento enorme por la bondad infinita y por el cariño que siempre me brindaron. Han sido un ejemplo de familia. El hijo mayor, Enrique, falleció trágicamente en 1973. Perdí a un querido amigo. Me quedan sus hermanos, Carlos y Luis, sin ellos no hubiera podido redactar esta historia que para mí, merece trascender las fronteras de aquellos lugares alejados del mundo donde sus padres dieron y dejaron todo en pos de la educación.
Soy maestra, como ellos, trabajé en la escuela que ellos dirigieron y me siento orgullosa de haber seguido sus pasos. Espero, como amiga, casi como una hija, no haberlos defraudado.
ÑORQUINCO – PILCANIYEHU
DON CARLOS LÓPEZ
ENRIQUE
- CARLOS LUIS
YO (5 ta. atrás) ESCUELA N°.50 – 1970 –
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