No puedo alcanzar a imaginar cómo será observar la mirada, los gestos, las expresiones de una persona y verse en cada de una de ellas como si fuera nuestro reflejo. Tiene que ser una sensación verdaderamente inexplicable, algo así como una mezcla de orgullo y nostalgia. Aquello que dejamos de nosotros en el mundo, pero que al mismo tiempo es aquello que poco a poco dejamos de ser y que se nos antoja más difícil de atisbar cuando nos miramos en el espejo. Una cosa que sin duda el tiempo me ha demostrado es que, queramos o no, nos acabamos pareciendo a nuestros padres más de lo que jamás seremos capaces de reconocer.
Todo en la vida acaba por estar unido inexorablemente a un recuerdo, a un perfume, a una canción, a un sabor, a un tacto, a una imagen que se repite siempre en nuestra mente.
La nostalgia se apodera de mí cada vez con mayor facilidad y me conmueven cosas ante las que antes era capaz de contener mis emociones. La edad nos vuelve frágiles, vulnerables supongo. La melancolía me atrapa con frecuencia cuando vuelve a mí un recuerdo de la infancia, incluso de aquellos días que ni siquiera recuerdo de verdad, que son imágenes incompletas y borrosas de aquella época. Hay momentos en los que te asalta una de estas escenas, y parece transportarte a un tiempo en el que todo era más sencillo, plácidamente tranquilo y sobre todo, intrascendente. No como ahora, que podría sentirse el latido de cada segundo como si determinara el comienzo o el final de algo.
Recuerdo con especial nitidez los días en los que las pesadillas hacían que me despertase gritando algo incomprensible, sudando y tú estabas siempre allí, a mi lado, intentando hacerme sentir protegida y segura. Recuerdo también las apacibles tardes de fines de semana con la lluvia ininterrumpida que caracteriza al pueblo en invierno golpeando los cristales convirtiéndose en la música de fondo de nuestros juegos. Recuerdo las excursiones, cada vez que huelo a eucalipto cierro los ojos y estamos todos allí.
Cuando eres pequeño todo te parece enorme, imponente y es verdaderamente estremecedor cuando ya no lo sientes así. Algo parecido ocurre cuando, llegados a cierta edad, nos damos cuenta de que nuestros padres además de nuestros padres son personas que para otras muchas significan cosas muy diferentes de lo que son para nosotros. El tiempo, la madurez quizá, les va desenvolviendo de aquel halo de heroicidad que les rodea y llegamos a veces incluso a la conclusión de que hasta ellos se equivocan, ellos también sufren y también tienen miedo.
Estas tres constataciones me asediaron aquella mañana terrible de Julio cuando sólo podía oírte llorar desconsolado, como antes quizás hubiera podido imaginar que hiciste pero que jamás me encogió el corazón de aquella manera. ÉL, él con mayúsculas, él, el que de verdad para ti jamás tuvo miedo, ni se equivocó ni sufrió porque para todos fue, es y será el más valiente, el más sabio y el más bueno de todos, el ejemplo que nunca nos abandonará, el faro que nos guía aun cuando nos perdemos, se había ido para siempre.
Como si el mundo se hubiera parado de un momento a otro. Un mundo que de todas formas no espera a nadie y sigue girando igualmente, aun cuando parece que no podremos seguir respirando del hondo dolor que sentimos. Ese día descubrí al niño que también había en ti, la mano pequeñita que se aferraba a aquella mano grande, segura y fuerte. Ese día sigue indeleble en mi memoria. Me encontraba a tropecientos mil kilómetros de casa, y aunque hubiera querido ir a abrazarte no pude, y una línea telefónica fue la máxima conexión que nos unió en aquel desamparo compartido. Me pediste perdón por no poder guardar la compostura ¡cómo si fuera posible hacerlo! Hay obviedades tan obvias que merece la pena recordar porque a veces ocurre que se nos olvidan de tan evidentes que son y es que los padres también lloran, y se caen, y se levantan y luchan y siguen por las personas que quieren, y eso fue lo que tú me enseñaste y me enseñas hoy.
Aquella imagen de los dos juntos, despreocupados, morenos y relajados en pleno verano representa para mí un recuerdo maravilloso que aunque sólo sea capaz de visualizar por la fotografía, puedo sentirlo por las lágrimas que irremediablemente se me escapan. Quizás sea porque mi niñez me excluía de las expectativas que planearían sobre mi cabeza según me fuera haciendo mayor o porque en ese momento mi mera existencia ya era suficiente para hacerte sonreír, pero todo parecía muchísimo más fácil entonces de lo que es ahora.
Ahora, entre mi lucha interna con aquello que quiero, aquello que puedo, aquello que debo y un infinito etcétera; y tu lucha por mi bien futuro, todo es más tenso y espinoso. Y echo mucho de menos cuando no era así, o mejor, deseo con todas mis fuerzas que fuera posible algo más pacífico.
Por un lado, hay momentos en los que me resigno a que todo sea complicado, porque dejo anidar en mí la sabiduría popular que dice que en todos lados cuecen habas, y que debiera rendirme y no intentar convertir en idílico algo que jamás lo será. Por el otro, evoco buenos recuerdos y dejo que me invadan: la ternura de tus palabras de cariño, nuestros abrazos de reconciliación con ambos llorando como magdalenas, como aquellos dos erizos que siempre he pensado que somos, que no podemos acercarnos sin hacernos daño, y me doy cuenta de que ya sea en el corazón, o en la razón, nos parecemos demasiado como para ponernos de acuerdo.
Porque en lo que sin duda nos parecemos es en que siempre queremos tener la razón, odiamos equivocarnos, reconocer que tenemos sentimientos, y sobre todo, en que nos olvidamos de decirnos cuánto nos queremos.
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