El mismo año que nací, mi padre inventó una máquina.
Era un telar, tan aparatoso que apenas cabía en la nave industrial donde lo fue construyendo pieza a pieza.
En Enero de aquel año 1968, según me contaron, fui concebido durante un fin de semana en Madrid. Un viaje que mis padres hicieron en un viejo Citroén «dos caballos», tapados con una manta porque la calefacción del coche no era suficiente para mitigar el frío intenso de La Mancha en invierno.
El telar que mi padre inventó servía para industrializar un proceso que hasta entonces se hacía a mano. También fue concebido por esos días y su gestación duró más o menos los nueve meses que yo pasé en el seno de mi madre. Surgió como una idea en la cabeza de mi padre, se plasmó en bocetos trazados a bolígrafo de tinta azul sobre las hojas de una libreta y se fue convirtiendo en realidad mecánica al mismo tiempo que yo me desarrollaba de cigoto a embrión y crecía dentro del vientre materno.
Los detalles de aquel año tan intenso los escuché, ya adolescente, desde las perspectivas de los dos protagonistas. Por un lado, la de mi madre, quien recuerda las horas tardías en las que mi padre, ya rebasada la medianoche, regresaba de la fábrica; sus ensimismamientos con la mirada perdida mientras engarzaba en su cabeza los mecanismos de su invento y el júbilo liberador cuando un día llegó a casa con el primer metro de tejido que salió de su telar. Por otro lado, la de mi padre, que durante nuestras largas charlas cuando lo acompañaba en sus viajes en coche, a Portugal o a Italia, me contaba la génesis de cada engranaje y cada mecanismo de aquel telar que para mí era como un animal mitológico.
En mi niñez, él me llevaba de la mano a descubrir el mundo. Los sábados por la mañana teníamos una maravillosa rutina: primero al aeropuerto, a ver despegar y aterrizar los aviones. Después a su empresa. Una fábrica que estaba ubicada en una vieja nave que todavía hoy tiene pintado en la fachada el descolorido letrero que delata su glorioso y extinto origen: Cine Rialto. En la nave del antiguo cine estaba su telar. El ruido ensordecía con su rítmico entrechocar metálico y olía intensamente a grasa de máquina. El niño que yo era se quedaba hipnotizado mirando funcionar aquel telar, más grande que un camión, mientras mi padre me explicaba los fascinantes mecanismos por los que la lanzadera atrapaba la trama y los arneses la cruzaban con la urdimbre, en un movimiento repetido miles de veces a velocidad difícil de seguir con la vista.
Aún hoy, cuatro décadas después, cuando tengo la oportunidad de entrar en una fábrica de aquellas, ese sonido rítmico y aquel olor penetrante de la grasa de las máquinas me hacen sentir feliz como un niño.
A mí me gustaba hablar con mi padre. Disfrutaba escuchándole y a él le apasionaba explicarme cómo funcionaban las máquinas. Del tipo que fuera. Él siempre sabía cómo funcionaba todo: los telares, los motores de coche, la locomotoras de los trenes… las personas y la vida. Si algún artilugio caía en sus manos y no sabía cómo funcionaba, lo desmontaba para averiguarlo. En los regresos de sus viajes me traía juguetes mecánicos de lo más variado y lo habitual era que al segundo día de dármelos los desmontara para ver cómo era el mecanismo interno que los hacía funcionar. Cuando los volvía a montar, no pocas veces le sobraban piezas y yo me quedaba con el juguete mutilado.
Durante años se aplicó con idéntico entusiasmo a las decenas de máquinas que tuvo que comprar. Siempre que salía de viaje, a Barcelona o a Italia, para comprar una nueva máquina, me llevaba con él y por el camino me explicaba lo que iba a hacer con ella, porque, una vez adquiridas, invariablemente las desmontaba y luego las modificaba, las mejoraba e incluso, a veces, conseguía que hicieran trabajos para los que ni siquiera habían sido diseñadas.
La última de ellas, su última creación, fue una máquina de trenzar de tres cabos, construida sobre la base de una vieja trenzadora de cordones que él convirtió en una joya mecánica: versátil, rápida y precisa. Antes de cerrar la empresa, la vendimos, con mucha pena, a un empresario mexicano, Eduardo González. Mi padre viajó a México a instalarle las máquinas a Eduardo y a adiestrar a su personal.
Un año después, una mañana desolada de sábado, mi padre murió fulminado por un infarto mientras estaba en casa con mi madre. Yo volvía de un curso en Alicante y jamás olvidaré la voz de mi hermana cuando contesté la llamada en el móvil. Su voz alarmada, sus palabras escuetas, como un martillazo: «Al Papá le ha dado un infarto».
Cuando llegué a la casa, los paramédicos estaban todavía intentando reanimarlo, pero el mecanismo de su corazón se había parado irremediablemente. Me dolió verlo indefenso en el suelo y me dolió no haber podido despedirme de él. Me sentí paradójicamente más adulto y al mismo tiempo desvalido. Comprendí que él, lo que había estado haciendo durante tantos años, había sido prepararme para ese momento, pero esa clarividencia no evitó que también sintiera el temor de haber perdido la firme seguridad de su mano guiando la mía.
Dos años después, durante un viaje a México, busqué la oportunidad y fui a visitar a Eduardo González a su fábrica. Me abrazó y me dijo: «lo siento de veras. Tu papá era un tipazo», y luego me preguntó «¿quieres ver la máquina?». Bajamos a la planta de fabricación y allí estaba , tal como él la había construido: la máquina de trenzar. Eduardo la puso en marcha y me dejó a solas por unos minutos. Yo me quedé embelesado, mirando los husos girar y girar, escuchando el clin-clin metálico y aspirando a pleno pulmón ese olor de la grasa industrial, ese olor a niñez.
FIN
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