El suelo de la habitación estaba cubierto por una moqueta un poco áspera, de un color indefinido entre el verde y el amarillo. Una moqueta que olía a moqueta.

María la adoraba. Allí tirada, miraba una y otra vez los Astérix de sus hermanos, hasta aprenderse de memoria las imágenes. No sabía leer, pero estaba convencida de entender lo que el gordo le decía al perro o lo que gritaba el pequeñajo a los soldados. Éste era el que peor le caía, aunque le encantaría probar lo que llevaba en su cantimplora.

Siempre en el mismo sitio, encontraba un bote de colón forrado de cuadros y un gran pato de peluche con la cabeza muy tiesa. Sentada, era del mismo tamaño que el pato. Todas las tardes después de comer se acurrucaban los dos detrás de la puerta para ver pelear a Marcos y Pablo. La gente decía que eran sus medio-hermanos y ella los observaba intentando descubrir lo que les faltaba para ser hermanos-enteros. Por mucha atención que pusiera, no conseguía comprenderlo: veía dos piernas en cada uno, dos brazos… nada. No encontraba nada raro. Era uno de esos misterios que parecían entender sólo los mayores y que la desconcertaba tanto como aquel otro asunto de “levantar el corazón” que oía los domingos en misa. Por más que intentaba imaginarse mil formas de hacerlo, nunca estaba segura de haberlo conseguido. Sabía que era capaz de mover una oreja porque había ensayado delante del espejo, pero lo del corazón no sabía cómo comprobarlo. A veces se ponía de puntillas sobre los dedos, como una bailarina con puntas, pero dolía y resultaba difícil mantener el equilibrio. Otras estiraba mucho el cuello o se levantaba muy rápido, dando un respingo. Entonces sí que notaba algo en la tripa, como cuando montaba en los cacharritos de la feria. Sonreía y pensaba: ¡ya está!.

En cierta ocasión, Marcos le contó que los niños nacían niños para jugar a cosas de niños, pero que al cabo de un tiempo se convertían en niñas para jugar a cosas de niñas. Así que ese era otro de los fenómenos que esperaba ver allí sentada, aunque Marcos le había dicho que , por lo general, sucedía por la noche, mientras dormías. Te levantabas una mañana y eras niña, sin más, o niño si te habías acostado siendo una chica. Le producía muchísima curiosidad, pero tampoco entendía muy bien qué utilidad podía tener. A ella le gustaba jugar a las casitas con Pablo, debajo de la mesa del comedor. Con las cajas de cartón que llegaban todos los años con la cesta de navidad, él le construía unas cocinitas estupendas, con grifo por el que salía agua y todo. Las cajas servían también de coches que iban a toda velocidad por el pasillo. María se metía dentro y sus hermanos la arrastraban tirando de unas cuerdas que de algún modo habían conseguido atarles. No sabía muy bien para qué quería que Pablo y Marcos se convirtieran en niñas. Hubiese preferido que un día al levantarse Pablo fuese más pequeño, porque a veces tenía tanto que estudiar que no podía jugar con ella.

Un fin de semana, papá y mamá les dijeron que tenían que ir a dormir unos días a casa de los tíos. Cuando regresaron, ya no estaba la moqueta. En su lugar, brillaba un parqué suave. La habitación parecía más grande, pero daba miedo pisarla. Pablo se paseó con cuidado por ella, tocando los muebles con la punta de los dedos, y se detuvo en la estantería. Cogió un Astérix, se sentó en el suelo y llamó a su hermana. Con ella sentada en su regazo, comenzó a leer en alto. Pero María estaba triste. Sus personajes ya no contaban su historia. 

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