Durante el trayecto en autobús contemplaba las fotos en las que él sonreía, tan guapo de azul. Ella lo miraba con ese brillo que sólo se alcanza cuando abres tu corazón. Llegó a su destino esperando sentir de nuevo entre sus brazos esa calidez que  te devuelve llegar a casa un día de viento y lluvia. Ese abrazo que marchita el frío. 

Arrastrando la maleta por el largo pasillo hasta el dormitorio, sonreía, reía, era feliz. Se sentía especial, única e ilusionada.

Al entrar en esa habitación se abrieron las puertas del infierno. Las sábanas tiradas en un rincón, sudadas con perfume ajeno delataron que allí había estado otra mujer. Temblando se sentó en el suelo. Incapaz de entrar en contacto con lo que fue el rincón más especial de su existencia. No podía llorar. Se sintió la mujer más pequeña del mundo, tan insignificante para él que ni se molestó en ocultar lo que había hecho.

Se acercó hasta donde él estaba, tumbado en el sofá ojeando su teléfono. Ella le susurró «te has dejado el lubricante en la mesilla» y fueron las últimas palabras que ella le dirigió

Con las fuerzas que las heridas más profundas dejan en el alma volvió al dormitorio, recogió sus cosas y volvió a su origen como un pelele movido por la rabia, la impotencia para llorar, gritar y dejar salir ese dolor.

Cuando el temblor de sus manos le dio un respiro, fue borrando una tras otra todas las fotografías de ese chico tan guapo vestido de azul. 

Sólo amó una vez. 

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