El silencio de tu hijo

El silencio de tu hijo

Francesc X. Cano

14/12/2015

 Nada parece indicar que este jueves sea distinto. Apuras la última copa, te despides de la chicas del club y empujas esa puerta que te devuelve a tu rutina. Son la siete y media de la tarde  y apenas hace frío, pero te envuelves con la bufanda y te escondes tras las gafas oscuras. Agachas la cabeza y te deslizas como un reptil a lo largo del callejón sombrío. No soportas a esa gente pudorosa que te mira de soslayo.

Por fin llegas a la avenida y consigues mezclarte con la multitud. Relajas tus pasos y alzas la mano a la luz verde que se acerca entre el tumulto. Pides al conductor que te lleve al hospital, te acomodas en el asiento y conectas el móvil. Han pasado unos segundos y te estremeces. Quince llamadas. Todas del padre de Claudia. No te preocupes, pronto hablarás con él y le dirás que te has quedado sin batería en la sala de reuniones. ¿Te has dado cuenta? El conductor te observa a través del retrovisor. Tal vez percibe tu inquietud. Debes calmarte. Tú no eres un depravado.

Como cada jueves llegas al hospital una hora más tarde. Ellos ya saben que es el día en que se toman las decisiones importantes en tu empresa. Entras  en el recinto y te diriges hacia el ascensor. Dos señoras con aspecto arrogante te acompañan hasta la sexta planta. Sus ojos de ave nocturna te queman entre la densidad del silencio. Te sientes observado y hueles su desprecio. Los segundos se hacen eternos hasta que la puerta se abre. Ahora te cruzas con esa enfermera que siempre te sonríe, pero hoy apenas  muestra un saludo agrio. No importa. Ya has llegado a la habitación 630, aunque un muro invisible te detiene en el umbral. Esa cama desnuda y vacía te golpea en el pecho. El fuerte olor a desinfectante se clava como un cuchillo en tu garganta. No reaccionas hasta que una voz herida te llama desde el fondo del pasillo. Te giras y descubres al padre de Claudia, inmóvil, con los brazos caídos y los ojos hinchados. Tragas saliva y caminas  hacia él. Observas como seca sus lágrimas con un pañuelo y te preparas para escuchar esas palabras que tanto temes.

–Hemos estado muy cerca del milagro, Luís. Hace un par de horas, Claudia abrió los ojos y gritó varias veces tu nombre. Carmen y yo salimos corriendo al pasillo para que avisaran al doctor, pero cuando regresamos se había dormido de nuevo y estaba muy pálida. Tu hijo la abrazó y lloró con amargura. Te llamé varias veces por si volvía a despertarse, pero no hubo forma de hablar contigo. Luego llegó el doctor y se acercó a Claudia para observarla. Su mirada bastó para decirnos que todo había terminado. Quise comunicarme de nuevo contigo pero seguía siendo imposible. Esas malditas reuniones de trabajo que tanto se demoran…

Eres incapaz de articular una palabra. Apenas puedes respirar. El padre de Claudia te acompaña a la sala donde esperan tu suegra y tu hijo. Están ahí, sentados al lado de la ventana oscura. Te acercas a tu hijo  pero él se aparta y te rechaza. Su abuela dice que le perdones: está demasiado afectado. Es ella quien se pone en pie y te abraza. Notas sus lágrimas en tu mejilla. Te gustaría también llorar pero te lo impide el hielo que cubre tus ojos. ¿Has visto? Tu hijo se ha ido hacia el otro rincón y te desgarra con la mirada. Te preguntas si sospecha algo. Es absurdo pensar eso, solo tiene seis años. Tal vez recuerda que eras tú quien conducía cuando ocurrió el accidente. No temas: con el paso de los años aceptará que nada pudiste hacer por evitarlo. Lo que ahora te corroe es la escoria que tu sangre arrastra por las venas. ¿Podrás vivir con ese remordimiento? Claudia despertó de su largo sueño para despedirse de ti, y tú estabas entre los brazos de dos mujeres de las que ni siquiera sabes su nombre.

No puedes seguir aquí. Esta sala te oprime y la mirada de tu hijo es más incisiva. Dices que necesitas aire y te alejas. Evitas el ascensor y bajas corriendo por las escaleras, empujado por la suciedad que has descubierto en lo más hondo de tus entrañas. Te repito que no eres un depravado, pero ya no escuchas. En tu mente solo existe un objetivo y está muy cerca. Rodeas el hospital sin detenerte, hasta llegar a la estación. Recuperas el aliento y caminas como un espectro a lo largo del arcén, sin mirar a nadie. Solo ves esa potente luz amarilla que avanza hacia ti, veloz e imparable. Te detienes al borde del abismo. Cierras los ojos y te inclinas hacia el estruendo de la máquina que se aproxima. Oyes un grito a tu espalda, dos brazos te rodean y te giras con un sobresalto. Apenas ves a ese rostro desencajado que pasa ante tus ojos y desaparece en el vacío.

No tardarán en llegar algunas personas atraídas por el chirrido del tren de mercancías que sigue frenando. Observan con horror ese cuerpo despedazado sobre los raíles. No puedes dejar de temblar. Giras sobre ti e intentas apartarte. No irás muy lejos. Tres individuos te sujetan y te ordenan que esperes. Alguien te vio forcejear con el desgraciado que terminó bajo las ruedas de acero. Te acompañarán a la cafetería para que tomes algo relajante y consigas calmarte, hasta que lleguen los agentes.

La taza tiembla en tus manos mientras piensas en ese hombre que perdió el equilibrio al  salvar tu vida. De pronto descubres a tu hijo, agazapado tras las mesas y clavándote el filo de su mirada. En el otro extremo de la barra, la voz angustiada de una camarera pregunta por aquel anciano que entró con ese niño solitario del rincón. No puedes apartar la taza de tu boca. La infusión huele a azufre y arde en tus labios.

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