Apreciado Don Carlos:
Mis amigas , en una cafetería del centro, me hicieron saber que aunque solo fuera por Diego, mi hijo menor, debía tomar una decisión. Que corría peligro porque su hijo Ramón era un hombre violento y que la cosa acabaría mal. Yo entonces me encontraba desesperada y temía por mi seguridad y la de mi familia.
Aún con todos sus defectos Ramón, su hijo, fue un padre proveedor. Eso precisamente, no se lo reprochaba. Estaba harta de la eterna disyuntiva que significaba denunciarle o cerrar por enésima vez los ojos, escuchar sus promesas y jurarme a mí misma que le daría la última oportunidad. Excepto usted, todos a mi alrededor me transmitían la preocupación y angustia que les provocaba mi situación. Nuestro hijo mayor, su nieto Julio, se había marchado y vivía en otra provincia. Además de los problemas entre Ramón y yo, Julio se sentía presionado por su insistencia para que se uniera a la empresa familiar. Esa posibilidad le angustiaba aunque usted hubiera estado orgulloso con tres generaciones de Fandiño en el narcotráfico. Seguramente compañeros o amigos le habían hablado de su abuelo y sentía un fuerte rechazo hacia su figura. Diego, el pequeño, desaparecía cuando volvía su padre del bar. Dos veces fui a verle a usted y aunque no esperaba demasiado me había hecho a la idea de que podría contar con alguna clase de apoyo por su parte. Aunque fuera solamente por su hijo y sus dos nietos. El resultado fue más decepcionante de lo que podía esperar aún en mis elucubraciones más pesimistas. Usted me trató de paranoica.
Algunas veces Ramón se iba a Vigo, donde vive su hermana o, a decir verdad, sabe dios donde. Una vez, durante todo un mes. Eso, en los primeros años, me provocó sentimientos contradictorios pero últimamente, esas ausencias, significaron un bálsamo en mi vida. Otras veces se le ocurría pasar unos días en el barco de pesca, actividad de la cual vivimos. Al menos es lo que ustedes, su hijo y su socio, quieren hacer creer a todos. Yo, como la mayoría del pueblo, lo creí aunque en mi caso fue sólo al principio porque mi posición me permitía ver cosas que otros no veían. Era evidente que muchos movimientos, suyos y de Ramón, no tenían nada que ver con actividades pesqueras. Después ocurrió aquel episodio con Juan Lavista, su socio, que creyéndome al tanto de sus actividades vino un día a mi casa, y al no estar Ramón, me dejó aquel bolso. En mi vida había visto tanto dinero junto. También había un sobre con una lista de nombres que antes de cerrar el candado cuidadosamente, no dudé en fotocopiar.
Ese día me decidí y comencé a espiar a mi marido y a usted. Eso es lo que resulta de pasar tanto tiempo sola. Una escucha, espía, rumia, busca información, soluciones, salidas, se aprovecha de cada situación una vez que hay una decisión tomada. Aprende a no ser vista ni oída, a no dejar rastros, a escuchar cada conversación y a retener lo importante. Durante éstos años he copiado sus llaves una a una. He ido a su casa de la playa para levantar la tapa del plato de ducha y abrir la caja de seguridad donde estaban sus ganancias y las de Ramón junto a abundante documentación. También copié todos los comprobantes de ingresos suyos en la cuenta de Lavista. Tengo fotos de ustedes descargando alijos del barco y subiéndolos al coche de Juan Lavista.
Para volver a su hijo; Ramón era impredecible salvo cuando volvía. Siempre volvía, y lo anterior recomenzaba haciendo que yo lo sintiera cómo una condena eterna. Era posesivo y llegó a prohibirme que frecuentara ciertas amigas. Una vez me abofeteó por una llamada telefónica de un compañero de clase. Ya entonces tenía que haberme dado cuenta. Al poco tiempo me quedé embarazada y él propuso que viviéramos juntos. No hacía mucho que mi madre y yo habíamos llegado a España. Ella trabajaba en La Coruña para que yo pudiera estudiar. Yo me alojaba en la casa de mi amiga Alicia y supongo que mi sentimiento de orfandad era inevitable. Ramón mostraba, alguna vez, detalles tiernos pero al poco tiempo dejaba ver su carácter. Me fue apartando de mi grupo de amigos. Yo tenía la culpa, según su hijo Ramón, de la mayoría de sus reacciones y yo, más de una vez, lo había sentido así. En aquel entonces aún me ilusionaba nuestro proyecto de familia y me olvidaba de cómo era Ramón. Poco a poco deje de creer. También había dejado de preguntarme cómo sería la vida luchando sola. Sabía que sería mejor que lo que tenía hasta entonces.
. Tenemos la costumbre de pensar que nuestros sueños nunca se cumplen. Fíjese cómo en éste caso no ha sido así. La niebla del río nos permitió acercarnos al barco el sábado de madrugada y rociarlo todo con gasolina mientras usted y Ramón dormían su borrachera. El resto fue fácil. Nosotros estaremos muy lejos de aquí cuando usted, Don Carlos, se recupere si es que lo hace.
Quiero agradecerle que aunque, indirectamente, gracias a usted, mis hijos, mi madre y yo, dejaremos atrás los problemas económicos por el resto de nuestras vidas. Como ve, me he permitido dejarle sin recursos
Entregaré ésta carta al Padre Sixto que colabora en la unidad de quemados donde usted yace en éste momento. Se la hubiera entregado yo pero me advirtieron el inconveniente de que usted recibiera visitas debido a la gravedad de su estado. De cualquier modo el sacerdote me prometió que se la leería en cuanto usted se recuperase un poco ya que nunca se niegan cuando se trata de cartas de familiares. Se lo agradecí, así como la confesión que me dispensó en el mismo hospital ya que había vuelto extenuada del entierro de su hijo Ramón.
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