No hay nada como la intensa fragancia de la lavanda. A lo mejor también encuentro, por aquí cerca, dientes de león: luego miraré para llevarles un buen puñado a mis verderones. La dichosa gota me está dando el follón. Maldita sea, tengo el pie convertido en un mazacote informe. ¡Carmen, siéntate, no te vayas a caer con tanto pedrusco! No debería haber jugado con el nene, lo sé: pero cuando lo he visto peloteando con su padre en el descampado y me ha gritado lo de “¡vente, abuelo!”… Que no he podido resistirme, vamos. Lo que le gusta el fútbol a este zagal; claro, le viene grabado en los genes. No me importaría echarme una siestecica: a lo mejor así ahuyento este dolor de cabeza. Me pide el cuerpo algo dulce, y eso que he repelado mi ración de arroz con leche. Las cosas, como son: mi Carmen lo prepara de maravilla. ¿Cuál será ese pájaro que se oye cantar entre los árboles? Chocolate: me apetece un poco de chocolate. Qué digo un poco, me comería la tableta entera. Quizá en la cesta… ¡No me hagas fotos, leñe! Tanta manía con los retratos… Aunque no está tan mal, después de todo. ¿Qué pensará el nene cuando la contemple, pongamos dentro de veinte o treinta años? Yo ya no estaré, eso seguro; pero me encantaría espiarle por un agujerico. Mira cómo se recuesta en mi hombro, qué bonico es.
El único varón de mis siete nietos.
*
Con este sol de primavera y el rumor del riachuelo detrás, me está entrando una modorra que… Y el nene que no se separa de Bartolo; son uña y carne. Parece que venir al campo sea una excusa para atiborrarnos. Pero es que la naturaleza y el aire libre abren tanto el apetito… Vicuchi, si sigues saltando a la comba de esa forma la comida te va a sentar como un tiro. Y mañana lunes, joé. Volver a verle la jeta a ese cabrón de mi jefe, que me está haciendo la vida imposible. Empezar una nueva tanda de noches, que no hay manera ni forma de acostumbrar al cuerpo, ni dormir en condiciones con los enanos correteando por casa. Pero ese tipo no conoce mi fuerza de voluntad. Yo no he emigrado a seiscientos kilómetros de casa para acabar bajo el zapato de un mamarracho; ahora convocan plazas, tengo que promocionarme en el laboratorio. Nena, deja de recoger y ven a sentarte un ratico, luego lo guardamos todo. Hay que ver qué guapa estás. Sí, con chándal y con lo que te pongas. Se le están acabando las pilas al radiocasete. Uña y carne, abuelo y nieto: da alegría verlos. Ya me hubiera gustado a mí tener esa relación con mi padre. Pero él era tan hermético, tan difícil… En fin. ¿Qué hacéis? Para fotos estoy yo ahora. Me pregunto qué pensará mi hijo cuando vea la instantánea, ya de mayor. Qué recuerdos rescatará en esa imagen, qué pensará acerca de mí. Si llegará a entrever que, por mucho que llegue a quererme, ni de lejos alcanzará el amor que un padre profesa a sus hijos. Definitivamente, las pilas de ese trasto se han gastado. A ver si luego llego a tiempo de ver Estudio Estadio: a lo mejor dicen algo del Cartagena y el derbi.
A la mierda mi jefe y las noches. Hace una tarde estupenda. Mejor me levanto a por el balón, que está demasiado cerca del río y ya me veo dándome la corrida, empapado hasta las rodillas.
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¡Madre mía, menuda foto acabo de encontrar mezclada entre las postales! Así, por lo grueso, diría que tiene como mínimo treinta años: yo era un enano. Fíjate, Tete: salgo con el chándal del cole y mi albinegra del Efesé… Ahora me da rabia no haber conservado como recuerdo esa camiseta. Debió de ser un día de campo en la ribera del río Brugent; una de tantas excursiones dominicales que comenzaban tirando de mi padre -siempre tan remolón- y en las que acababa pasándoselo mejor que nadie. Es curioso: mirando la imagen cualquiera diría que estábamos tristes o aburridos, y esa impresión choca frontalmente con mis recuerdos de aquellos días. Corríamos, trepábamos a algún árbol de ramas bajas, chutábamos un balón que tenía el cuero picado por las piedras, hacíamos incursiones cual intrépidos exploradores… ¿Dónde se encontrarían, en ese instante, mi hermana Vicky, mi madre y la abuela? Seguramente estarían contemplándonos al otro lado de la cámara, jugando a la rayuela o cantando canciones. Noe no estaba aún, claro: ella nació más tarde. Y qué ricas las tortillas de patata de mamá, o el arroz con leche de la abuela. A veces también asábamos carne. Comíamos como limas, sobre todo Vicky y yo, y al final del día caíamos redondos sobre los asientos traseros del Citröen GSA, dormidos y felices en el viaje de vuelta.
Echo de menos a mi abuelo. Hace más de veinte años que se marchó y, sin embargo, no ha pasado un solo día sin sentirlo conmigo, a mi lado, en cada cosa que hago. Son muchos quienes, al tratarme, dicen que me asemejo a él: me viene grande ese traje. Podría usar, para definirle, una frase que él habitualmente dedicaba a sus amigos: era un hombre extraordinario. Afortunadamente, aún me queda papá. Sus sabios consejos, la mesura, la perspectiva. La generosidad y la entrega. La cercanía que salva las distancias físicas. El amor incondicional. Es demasiado larga la lista.
Ahora soy yo el que tiene a dos bichitos preciosos correteando por casa. Soy yo quien desea, a través de excursiones y actividades, proyectar en Paula y Leire la felicidad que atesoré en mi infancia, reproducirla y perpetuarla en ellas.
Ojalá en nuestro próximo viaje podamos salir todos al campo con tortillas, un balón de fútbol y una comba para saltar. Intercambiaremos aire puro por risas y complicidades.
Estoy pensando que… Sí, sería una buena oportunidad.
Llevaré mi cámara de fotos.
FIN
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