Lágrimas de arena.

Lágrimas de arena.

Ana T. Martin

11/12/2015

Como una peregrina trepo por la duna mientras no dejo de pensarte; tengo las rodillas magulladas y algunos huesos rotos.

He caminado hasta la extenuación poseída por el recuerdo de una promesa; encontrar la fuente inagotable de la que tanto me hablabas.

Con las últimas fuerzas que me quedan, al fin logro cruzar el montículo y lo veo haciendo que mi corazón grite a la vida; jamás hubiese creído real poder contemplar una conmovedora poesía con los ojos, repleta de sonidos de colores posibles de acariciar con la mano, mientras saboreo el dulce color azul de sus aguas.

     Al fin diviso el mar…

Me dejo arrebatar por su brisa al tiempo que mece suavemente el bajo de mi vestido harapiento.

No creo poder soportar tanta belleza, casi duele.

Caigo de rodillas sobre la arena, mientras las lágrimas surcan las profundas grietas de mis mejillas consolándome la piel.

Con la espalda vencida, escucho un rugido manso que me recuerda mucho al timbre de tu voz.

Al elevar los ojos buscándote desesperada, encuentro una caracola blanca y descascarillada en tu lugar; la cojo y al instante me invade un conocido y profundo amor.

Me siento sobre el arenal y la coloco sobre mi oído;

     Abuela, ¿eres tú?, ¿puedes oírme desde las profundidades?

Estoy a punto de llegar a casa; tenías razón…

Por fin veo la luz en los destellos sobre las olas capaces de  alumbrar la oscuridad que me envolvía; ya todo aquello ha quedado olvidado en el interior de los cardos del desierto del que vengo al ser testigo de esto.

Después de tanto tropezar y caer, por fin lo veo, ¡está ahí mismo!

Nunca antes hubiera pensado que fuera real y sin embargo, así es… y es todavía más hermoso de lo que me decías.

Ahora me parece mentira  las veces que estuve a punto de darme por vencida.

Qué boba fui al no creerte en aquel tiempo.

Entonces me sentía menos que nada, como un salicor zarandeado a su suerte en mitad de un mar muerto que me cegó con su polvo.

Me estremezco al recordar el dolor que te causé al reírme de tu fe, incapaz de creer que me vieras como una ondina con armadura de coral enviada desde este sagrado lugar, donde los peces vuelan, los caballos nadan y viven las estrellas.

Siento haberte rechazado cuando solo querías ser el pequeño oasis que me ofrecía agua  tratando de devolverme a la vida, cuando moría de sed cada día un poco.

Siento lo débil que fui dejándome seducir por las ondulantes formas de las dunas que, cuan canto de sirena, me engañaron haciéndome creer que podía encontrar viveros en ellas, sin darme cuenta de que estaba siendo atrapada a la  mordida del escorpión y a su veneno paralizante.

¡Ojala pudiera borrar el momento en el que, convertida en ruinas de piedra y el corazón vestido de espinas, dejara que las serpientes que anidaban en el interior de mi boca escupieran su ponzoña contra ti!

No sabes cuantas lágrimas de arena derramé…

¿Crees que podrías perdonarme por huir el día que la corriente del río se te llevó para fundirte con tu amado océano? Aun no es tarde, ¿verdad? Eso fue lo que me enseñaste… y todo lo que aprendí de ti, es verdad.

Tus enseñanzas siempre estuvieron bajo llave en el cofre que guardo en mi alma y que, cuan arenilla que se filtra en una ostra, fueron transformándose en una bella perla que me iluminó cuando estaba a punto de ser sepultada.

Lo que daría ahora por acariciar de nuevo tu pelo blanco de nácar y tus manos escamadas de nereida, y mientras te ensueño cogiéndote del rostro con las manos, besando el alma pura que veo a través de tus pupilas cubiertas por fina madreperla, te diría lo enormemente honrada que me siento de  ser la heredera de tu nombre y de tu magia.

Siempre tuviste razón, el mar estaba aquí mismo… solo que no podía verlo al dejarme engañar por los espejismos del desierto.

Así que ahora, amada mía, como digna sucesora tuya, estrecharé la distancia que me queda hasta el agua, para limpiarme la arena que todavía me cubre y vestirme de espuma blanca.

Fin.

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