Troceaba los filetes en pedazos que se eternizaban en la boca, al ritmo de sus pensamientos. Acababa siempre llegando la monja para que espabilara con la comida porque ni masticaba ni tragaba. A sábados alternos, mi hermana y yo, sus únicos sobrinos, le visitábamos en la residencia y nos adaptábamos a la rutina que juntos habíamos creado. No podía faltar el paseo en silla de ruedas por el claustro ajardinado que, en tiempos pasados, había formado parte de un convento de clausura. Sobre una antigua piedra de molino convertida en mesa, y a la sombra de un manzano, le leíamos pasajes de su libro favorito, el Quijote. A pesar de la emoción de la lectura, no era capaz de articular una simple sílaba. A la hora de la cena, nos despedíamos siempre con el compromiso de regresar el sábado siguiente.
El tío Julio, el hermano menor de nuestra madre, nunca se casó. A nadie se le pasó por la cabeza que lo pudiera hacer. Su historia, marcada por una estrella funesta, lo convirtió en un hombre apesadumbrado, mohíno, lleno de goteras.
En el año del hambre nacieron muchas personas, pero que lo hiciera nuestro tío, no venía más que a confirmar que su suerte estaba echada. Su carácter introvertido, apocado, de niño encogido, no ayudó para que tuviese muchos amigos. La abuela Inés, pensando en el bien de su hijo, lo alejó del entorno hostil e internó en un colegio en la capital. Pero a los pocos meses, el director concertó una reunión con la abuela en la que le aconsejaba que se lo llevase a casa, que en el colegio no realizaba ningún avance y que lo veía invadido de una profunda tristeza. Antes de regresar y aunando fuerzas, cogió a su hijo y lo llevó a la consulta de un médico especialista, de quien mejor le hablaron: el doctor López Ibor. Fue diagnosticado y tratado de angustia, padecimiento que arrastraría toda su vida.
A pesar del mismo, no pudo evitarse que realizara el servicio militar, marcado por un trágico accidente que se produjo a la vuelta de una de las frecuentes marchas de maniobras. Los soldados, hacinados en un camión con la caja abierta, atravesaban un camino empedrado. En medio de un continuo traqueteo, el vehículo realizó un movimiento brusco e inesperado, provocando que uno de los compañeros saliera despedido contra la cuneta y muriera en el acto. Ya nunca volvería a hablar nuestro tío. Fue considerado “inútil” para el servicio y dado de baja en el ejército.
Pero la desgracia seguía presente. Una mañana temprano, la abuela Inés se acercó al gallinero a retirar los huevos del día. Descubrió que el gallo se había quedado atrapado en un alambre en la parte alta del corral. Sin pensarlo dos veces, se subió a un palo de madera para liberarlo. El tronco, vano por el paso del tiempo, cedió ante el peso de la pobre, quien caería sobre los bebederos de hierro, abandonando la vida entre una nube de pienso, agua y plumas. Su hijo fue quien la descubrió, con un fino hilo de sangre que le brotaba del oído izquierdo.
Los gritos, más bien alaridos, del tío Julio se escucharon durante dos largos días por todos los alrededores. Se había apoderado de la casa una sensación extraña, como si un imán estuviera absorbiendo su energía. Fueron dos días del mes de octubre con la luz a medio gas, en un continuo atardecer. Hubo que enterrar a la abuela después de velarla dos noches porque daba lástima separarlo de ella por la fuerza. Tras el entierro, el tío Julio volvió a sumirse en el más profundo de los silencios.
Por recomendación del médico, nuestra madre ingresó a su hermano en una residencia para personas con problemas de salud. Todas las tardes las pasaban a la sombra del árbol que tanto le gustaba. Sujeta a la vida con un ligero hilván, nos hizo prometerle que nunca lo abandonaríamos, que lo cuidaríamos como si de un padre se tratara. Y desde luego que no tuvimos ningún reparo en cumplir sus deseos, porque hubiese sido inhumano desatender a un ser tan desvalido.
En una de las visitas, de camino al jardín, alzó una mano despacio para que me detuviera. Me situé enfrente de él, agachado, para que nuestras caras quedasen a la misma altura.
—¿Qué quieres, tío? —le pregunté a la espera de algún gesto o señal.
—Quiero irme de aquí. Volver ya a casa.
No le había escuchado nunca la voz, pero no sonó aletargada. Era la voz de mi madre, más grave, pero con la misma cadencia.
Hablé con mi hermana y en una semana se vino a vivir con nosotros. Inesita y yo nos habíamos repartido la casa de nuestros padres y, como ella estaba casada, con dos críos pequeños, decidimos que viviera en la parte de la vivienda que yo ocupaba. Cuando le apeamos del coche, echó una mirada triste a la casa. No era la que él recordaba. Pero giró con las manos las ruedas de la silla y avanzó sin dudar. Al atravesar la puerta, los niños se quedaron mirándolo un poco asustados. Nunca habían visto al tío Julio fuera de la residencia. Pero todo quedó atrás en un instante.
—Empujad la silla, niños, ¿no veis que soy muy viejecito? ¿Quién de los dos me va a leer este libro?
De debajo del asiento sacó su ejemplar del Quijote, arrugado casi tanto como él. Temblando, a la espera de una señal de aprobación, les ofreció la obra que tanto admiraba.
Mi sobrina lo tomó y abrió por cualquier página.
—¿Por aquí?
—Por donde quieras —respondió mirándome con un infinito cariño—, no sabes cuántas aventuras y desventuras han vivido este pobre caballero y su fiel escudero.
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