Era el más listo de la familia, un inconformista y, lo que hoy llamaríamos, un emprendedor. A diferencia de sus hermanas, que no sabían leer, adoraba los libros y, cuando lo conocimos, nos regaló unas flores confeccionadas por él.

En su juventud, durante los difíciles años de la postguerra, no se resignó a su suerte y de su mente brotaron ideas que soñó convertir en realidad. Para nosotras era como un héroe, envuelto en cierto halo de misterio, pero al alcance de la mano.

¡Tened cuidado con la foto del tito Manuel!gritaba mamá desde la cocina, cuando nos mandaba limpiar el polvo de los muebles del comedor.

Esa foto era para todos nosotros objeto de adoración. La hizo un fotógrafo profesional y la abuela distribuyó una copia a cada hija; en las casas de las titas, como en la nuestra, presidía el mejor aparador, y para los niños era muy familiar. No había boda, bautizo, cumpleaños o comunión donde faltara el posado de los sobrinos con él.

A nosotras nos encantaba escuchar las historias de su vida: “Tuvo muy mala suerte”, decía la abuela, y su mirada marina se derramaba por los surcos de las mejillas resecas. “De jovencito se enamoró perdidamente de una chica tan guapa como él; hacían muy buena pareja pero ella, al poco tiempo, lo abandonó. Aquello hizo que el carácter se le agriara, ¡en mala hora la conoció!”, repetía siempre que se le presentaba la oportunidad. “Como era muy apañado, se colocó en la casa más rica del pueblo; acababa de cumplir la mayoría de edad. Pero tuvo la desgracia de que el perdigón de un cazador furtivo le diera en el ojo, y lo tuvo que dejar…”, remataba, sin acabar de dar nunca la última explicación.

A pesar de vivir a cientos de kilómetros, nuestras vidas giraban en torno al tito Manuel. Mamá y las titas enviaban al pueblo paquetes de ropa para que la abuela se la llevara donde él vivía. ”Es muy presumido”, decían las tres; también mandaban dinero todos los meses, para que no le faltara de nada.

Una de las historias que más me impresionaba era la del pobre burro. Se le metió en la cabeza hacerse repartidor de legumbres y hortalizas entre los pueblos aislados de la comarca; compró un burro, lentejas, habichuelas, garbanzos y habas y se estrenó como vendedor ambulante con la ilusión de prosperar. Pero nunca llegó a su primer destino: le vendieron un burro enfermo y se le murió a mitad de camino. Tuvo que regresar al pueblo sin el animal y con la carga sobre sus espaldas.

―Ese día perdió la cabeza, tenía veintitrés años ―sentenciaba el narrador ocasional.

Nosotras nos entristecíamos mucho al constatar que todas las historias del tito Manuel acababan mal.

Un día mamá nos comunicó que haríamos un largo viaje en tren y que lo íbamos a conocer: la abuela nos llevaba de vacaciones y lo podríamos visitar. Después de llegar al pueblo, tuvimos que esperar dos largas semanas hasta poder ir a la capital; mientras tanto, conocimos niños y niñas de nuestra edad que nos enseñaron los secretos de la vida rural.

―Mañana no podemos venir, vamos a Granada a visitar a nuestro tito Manuel ―informamos, muy orgullosas, al resto de la pandilla.

―¿A quién? ¿Al loco? ―soltó un niño, a bocajarro.

El impacto fue brutal. El primer segundo nos quedamos petrificadas, después corrimos despavoridas hasta la casa, donde la abuela nos consoló.  

En realidad, siempre supimos que el tito Manuel estaba enfermo, mamá nos lo había explicado desde nuestra más tierna edad; pero en la familia jamás se ha pronunciado esa palabra y aquel día nos explotó en la boca como una bomba y nos destrozó el corazón. Cuatro décadas después, al tito Manuel se le atragantó la vida, nosotras aprendimos a pronunciar la palabra tabú y seguimos siempre a su lado. 

 FIN

 

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