El tren abandonó con pereza la estación de Ljubljana y Ángela se esforzó por contener las lágrimas. Tragó con dificultad y respiró hondo. Los recuerdos de los últimos días la asaltaron sin orden, inmanejables para sus doce años recién cumplidos. Se volvió a mirar hacia la tía Pepsa sentada a su lado y con el rostro entre las manos, llorando todavía por el hermano que se arrepintió de acompañarlas a Italia. El tío Frantz, a medio camino, había decidido quedarse a pelear contra los alemanes y alzando su pequeña valija, había bajado del coche que los transportaba desde la granja de los abuelos Banić hacia la ciudad. Pepsa había implorado y Ángela llorado a gritos pero él había desandado el camino a paso resuelto, haciendo un último saludo con la mano en alto. Ellas, sin saber qué hacer, le habían pedido al cochero que esperara, por las dudas. Frantz había caminado unos doscientos metros cuando un piquete de soldados alemanes había salido a su encuentro, deteniéndolo. El cochero, alarmado, había acicateado los caballos mientras ellas, arrodilladas en el asiento y mirando con horror, veían desaparecer en una curva del camino al grupo armado que se llevaba a tío Franz quién sabe a dónde.
Ángela sintió la punzada de dolor otra vez y mirando por la ventanilla trató de pensar en otra cosa, mientras la ciudad quedaba atrás y el paisaje familiar de los maizales calmaban un poco el tumulto interior. Todo había empezado aquel día fatídico, cuando una serpiente la asustó camino al sembradío donde Antón, el padre, trabajaba con los otros hombres. Les había dejado la canasta con el strudel recién horneado y regresado rápido a la casa, todavía temblando, al refugio de los brazos maternales de Alojzija. Esa misma noche había escuchado a sus padres hablar de la operación que le harían a tía Pepsa en Italia para corregirle la pierna con polio que la obligaba a caminar con un bastón desde la infancia. Recordó cómo su corazón se había estrujado de miedo al oír que ella, por ser la mayor, y tío Frantz la acompañarían. A Italia. A otro mundo. Lejos de la granja y de todo lo que amaba. Lejos de sus hermanas Justi y Vida. Y de Slavka, la pequeñita. Había llorado toda la noche, y a la mañana, cuando durante el desayuno los padres se lo comunicaron, ella supo que la decisión era inapelable. Nadie desafiaba a Anton Martincić, un soldado prusiano alto, autoritario, con un carácter tremendo y una mano muy dura cuando pegaba. Alojzija bajaba la cabeza ante sus órdenes.
Ángela había corrido hasta la granja de los abuelos Banić, campo atraviesa, desolada. La abuela Marija la había tranquilizado con la ternura de siempre. Sentándola en su regazo hasta que las lágrimas se secaron, le había explicado por qué debía acompañar a tía Pepsa y prometido que no iba a ser por mucho tiempo. Unos meses, no más. Las dos habían pasado la mañana leyendo, escribiendo y cantando, como siempre. Esa había sido la última vez que estuvo a solas con la abuela y fue tan feliz que casi olvidó el encuentro con la serpiente y la mala noticia del viaje.
“Módena, mayo de 1945
Dragi Mama,
¿Cómo están todos en casa? Tía Pepsa y yo estamos bien. ¿Cómo sigue Papá de la pierna, ya se le curó la herida? Dígale que se cuide y que no vaya al bosque solo, porque los alemanes lo van a confundir de nuevo con un partisano. Quién iba a pensar que no podríamos volver después de la operación de tía. Ya hemos pasado tres años aquí y ahora tendremos que mudarnos. El gobierno ordenó que todos los extranjeros se registren en Campo Libre y nos van a trasladar a Bologna. No sabemos qué hacer. Podemos elegir ir a la Argentina también, pero estamos en duda. ¡Queremos volver a casa, Mama! En Módena todo está muy mal, los bombardeos tiraron parte de la ciudad abajo. Mataron a Il Duce el mes pasado y parece que todo va a cambiar otra vez. Tía quiere regresar allá y yo quiero cumplir mis quince años en casa el mes que viene, Mama. Rezo todos los días para poder volver a verlos a todos ustedes pronto. Extraño a la abuela, también nuestra casa y los bordados alrededor del hogar a la noche. Saludos de tía Pepsa. Los queremos mucho.
“Campo Bagnoli, Nápoli, Julio de 1949
Dragi Mama,
Ya no le escribo tanto como antes, pero siempre pienso en usted y en las hermanas. ¡Están tan grandes y lindas! Recibimos las fotos. Estamos muy bien en Campo Bagnoli, tenemos un departamentito para las dos y le habrá contado tía que Rodolfo es el jefe del edificio. Es un hombre muy bueno y tía me recomendó que me case con él. Hicimos una cena y fuimos unos días de luna de miel a Capri, cerca de Nápoli. Mama, nos dio mucha pena que ustedes nos pidieran que no volviésemos a casa cuando terminó la guerra. Yo lloré mucho, pero sé que no están contentos con Tito y los comunistas allá. Recen y tengan fe. Estamos haciendo los papeles para irnos a Buenos Aires como ustedes nos dijeron. La Cruz Roja nos ayuda. Tía Pepsa y yo tenemos boletos para partir en el buque Campana. Rodolfo esperará a que lleguen sus papeles desde Zagreb para seguirnos. Los tíos Albina y Mirko nos esperarán y se alegraron mucho al saber que vamos. Le escribiré desde Buenos Aires. Mama, ¡qué lejos nos vamos! ¿Cuándo volveremos a vernos? Mire lo que pasó con los abuelos Banić, que Dios se los llevó y no los veré más. Aquí les mando una foto del día de la boda, con tía Pepsa, a la que aquí todos llaman Josephine. Cuídense mucho. Los quiere,
Ángela”
FIN
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