Ella de repente empezó a sentir la nieve frotando su rostro. Esa puna nevada siempre le había llamado la atención, siempre quiso pisar esos copos blancos pasarlos por sus labios y disfrutarlos en toda su frialdad. Esta vez, a través de la ventana del bus, disfrutaba del paisaje de su puna y –aunque no supo explicar cómo –  tocó la nieve, corrió como una criatura detrás de una vicuñita que le salió al paso. Era media tarde, la nieve rayaba en todo su esplendor iluminada por el pálido sol en el camino a Huamanga, era su último viaje, ella lo sabía y por eso quería disfrutarlo al máximo.

Atrás habían quedado sus recuerdos tristes. La enfermedad que la estaba matando de a pocos ya no era problema, había aprendido a convivir con ella. Andrea era así, no le tuvo miedo ni a la muerte.

-hay días en que ella me agarra a golpes y me tumba como si me estuviera pateando los huesos –decía algunas veces – pero yo le gano pues. Me paro y le muerdo, le jalo los cabellos. Las dos nos damos, que creen. Esa cojudez no me va a ganar a mí, concluía.

Desde pequeña había sido así. No le gustaba mostrar ni su dolor ni sus penas. Esta vez tampoco sería la excepción. Quería ir a morirse a su selva, en su monte, entre las aves y el ruido del río Apurímac, al compás de la naturaleza; pero sobre todo, retirada de la compasión de la gente que la conocía y estimaba tanto que no le quería dar mayor sufrimiento. Pensó en todo: los gastos de sepelio, el ataúd, el cementerio. No! Era demasiado caro para morirse en Lima. Lo mejor era irse a la selva, visitar a sus padres y morirse tranquila por allá sin que nadie la moleste. Y así fue.

Un día antes nos reunimos en casa. Conversamos con ella hasta tarde y nos levantamos temprano para despedirla como solo ella deseaba. Era costumbre de la familia.

–  Le entregas esta lana a Edith, me dijo, dile que termine de tejerle estas botitas a Ariana pues ya no puedo terminarlas y mañana viajo. Despídeme de tus hijos. Nunca dejes de decirles que los quieres. Abrázalos las veces que quieras, las que puedas. Yo tuve que ser fría y dura con ustedes porque no tenían un papá al lado; fui padre y madre de los cuatro. Por eso ustedes me han salido así: medios fríos, medios toscos. Pero tus hijos merecen algo mejor.

–  Tú no estés cometiendo más errores con los hombres, le dijo a Yeny. Ya bastante has sufrido para seguir dando tumbos. Es hora de encaminarte, hazlo por tu hija y por ti, no seas tonta; no desperdicies tu vida, hijita. Eres linda y joven. Ya llegará un hombre que te valore, pero hasta entonces no permitas que te falten el respeto.

–  Tú, cuida a tus hijas. Dayana y Yaritza son el futuro que estas sembrando desde ahora. Tus niñas van a agradecerte algún día todo lo que haces por ellas ahora. No las vayas a  abandonar hijito. Mírame, yo crie a cuatro hijos, les di estudios, les estoy dejando toda mi vida como herencia, ya están logrados, yo me voy a morir tranquila porque sé que no van a sufrir, sé que no pasarán lo que yo. Johni, hijito mío, no seas como tu papá, rompe esa cadena y demuéstrate que si eres buen padre. Las cosas que hagas, hazlas por ellas. Sin malicia. Verás que todo te irá bien.

–  Y tú no estés tomando tanto. Deja a ese amigo tuyo, Jesús; si él se vuelve alcohólico es su problema. No sigas los malos ejemplos ni estés dando espectáculos penosos en la calle hijito. ¿qué quieres, que te orine el perro en la cara cuando te quedes dormido en alguna esquina? ¿quieres que te rompan la cabeza o te asalten por andar borracho como la vez pasada? No Jimy, esas cosas no te llevan a nada hijito. Utiliza tu platita en algo más valioso, come bien, sal a pasear, viaja al lugar que quieras, pero no estés tomando hijo mío.

Esa noche la despedimos para siempre. Le prometimos estar juntos, no enfrentarnos por las cosas que ella estaba dejando. Le prometimos respetar su decisión al momento de repartir sus propiedades. Esa tarde había redactado un  testamento de puño y letra y dejaba como testigos a los tíos Richard Delgado y Rosario Vicente (nuestra tía Charito). Los cinco estuvimos tranquilos, habíamos convivido con su cáncer durante dos años y no queríamos que sufra más. Fuimos más hermanos que nunca, más hijos que nunca, fuimos una familia.

Cuando cerró sus ojitos, sintió una paz inmensa que refrescó su piel maltratada por la vida. Sintió una caída de agua fresca sobre su cabellera cana, disfrutó de la fría sensación del descanso. Esa sensación empezó a recorrer su cuerpo, llegó hasta la punta de los pies y regresó hasta golpear suavemente su frente, como la brisa andina que sopla por la tarde al pie de un huayco, como el airecito que refrescaba su Esccana en las tardes de mayo. Estaba llegando al final de su destino, volvía a sus raíces. Bajó la cabeza y dejó de moverse.

Algunas horas más tarde, despertó en Huamanga. Guillermo y Toribia seguían durmiendo. Jimy siempre al pie de su madre, tenía la mirada fija en el paisaje. También era su tierra, la sentía propia, la disfrutaba. La nostalgia ayacuchana era así. Es una melancolía que te cubre el cuerpo por completo, que te llena de una dicha melancólica muy rara. Andrea despertó quejándose por unos dolores de espalda debido al trajinado viaje.

-¿estás bien, viejita linda?

El silencio de mamá lo preocupó un poco. La miró fijamente, no notó nada extraño. La dejó tranquila por un momento más. Había caído la tarde en la ciudad y debían alojarse para salir al día siguiente rumbo al valle del río Apurímac, la última morada de mamá.

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