Alfredito, el mediano de los tres hijos de María y Daniel. Uno de los hermanos de mi padre. Mi tío Alfredo.
Para mí, uno de esos personajes idealizados de la historia de mi familia, casi una leyenda. Quizás porque se fue muy pronto, en 1941. Diecisiete años. También porque era dueño de una personalidad arrolladora que mi padre nunca ha olvidado. Alfredo ha estado presente toda la vida en sus narraciones de infancia y yo llevo su nombre en el mío.
Amante de la lectura, que cultivó intensamente durante los últimos días de su vida en los que estuvo recluido en una cama. Una cama de la que ya no se levantó, herido de muerte por la difteria contraída debido al frío y las pésimas condiciones del taller de platería donde trabajaban Daniel y él, los mayores. Hoy, los antibióticos le hubieran salvado la vida.
Chaval idealista, de firmes y tozudas convicciones sociales, mi padre le recuerda como un valiente que, con apenas trece o catorce años, durante la guerra, se subió a un camión de milicianos que se iba al frente y estuvo en la sierra durante varios días hasta que mi abuelo, telegrafista, destinado entonces en transmisiones de la D.E.C.A. (Defensa Especial contra Aeronaves del ejército de la República) en La Pedriza, avisado por alguien, le devolvió a casa.
Hermano de infinita paciencia que cargaba con el pequeño a todas partes. Con él viajaba en el tope del tranvía hasta el cine Fígaro, donde se estrenaban las películas de terror, sus preferidas. Las paredes de su habitación estaban llenas de carteles y fotos de Boris Karloff, Bela Lugossi, Lon Chaney y todas las estrellas terroríficas de aquellos años. Algo debe de influir la genética en nuestros gustos porque yo comparto la misma afición con ese tío al que no conocí.
Enamorado también de las novelas de Doc Savage y Pete Rice, el sheriff de la Quebrada del Buitre del distrito de Trinchera, que mi padre le cambiaba en el estanco del señor Juan, en la calle López de Hoyos, cuando ya no podía valerse por sí mismo. Gran lector de teatro. Su obra favorita, Romeo y Julieta, y su personaje, Mercucio, el amigo inseparable de Romeo acuchillado en una de las reyertas entre Montescos y Capuletos, y cuya muerte, irónica y premonitoriamente, recitaba como si realmente le fuera de vida en ello: No, no es tan profunda como un pozo ni tan ancha como puerta de iglesia, pero es suficiente...
La muerte de Alfredito sumió a toda la familia en una tristeza infinita y a punto estuvo de volver loca a mi abuela. Daniel perdió a su compañero de andanzas, y Luis a su hermano admirado, ese que tantas cosas le enseñó. La situación familiar se transformó de tal manera que mandaron a mi padre, con once años, a vivir durante una larga temporada a Colmenar Viejo con sus tíos y primas, de los que guarda desde entonces un entrañable y agradecido recuerdo por el cariño con el que le cuidaron.
Tiempo después mi abuelo le escribió un hermoso poema que termina así:
Te fuiste quedito, como fuiste en vida,
tan modesto y bueno, llenito de flores,
y al ver que la tierra sobre ti caía,
sentí toda el alma abrirse en dolores.
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