En su ausencia, dormía con su madre. Esas noches siempre eran festivas para ella. Como aun era pequeña y tenía que madrugar para ir al colegio, su madre la mandaba temprano a dormir. No le importaba entrar sólita en la fría grandeza de la cama. Por muy dormida que estuviese, la sentía llegar ,disfrutando de cada movimiento: quitarse la ropa y dejarla en el taburete de color miel , ponerse el camisón y deslizarse dentro de las sabanas, todo ello con movimientos tan ligeros y silenciosos que solo ella desde su oscuridad somnolienta podía percibir. Y por fin el esperado beso en la frente, casi un roce que no termina de llegar, mientras en su pequeña carita se dibujaba la sonrisa del bienestar, la antesala de una placida noche que solo se veía interrumpida cuando sus pequeños pies buscaban los de la maravillosa persona que le había dado la vida, hasta encontrarlos y volver a la tranquilidad del sueño .
Y siempre llegaba esa madrugada en la que a lo lejos escuchaba su nombre y poco a poco lo oía mas cercano hasta que un calor húmedo le rozaba la oreja : “ Hija ya he vuelto”. Medio despierta sentía como los grandes brazos de su padre la transportaban, como si de una hoja se tratase ,a su camita.
Su padre , solía pasar muchos días fuera de casa, era maquinista de tren. Cuando regresaba a casa, a ella le encantaba sacar las merenderas de aluminio de la cartera negra y descubrir si se lo había comido todo, ver cuantas servilletas de papel de la cafetería del tren había traído, pero sobre todo, encontrarse con las sorpresas: lenguas de gato, chocolate del gordo, zarzaparrilla, sus mariquitinas. Adoraba pasar el rato con aquellas muñecas recortables, cambiando vestidos, zapatos, sombreros, inventándose historias con ellas. Casi nadie sabia que participó de esos juegos hasta pasada la adolescencia, y al hacerlo se sintió como una traidora, solo por que “ ya no tenia edad para esas cosas”… que estupidez.
Al día siguiente de los regresos de su padre, después de comer, esperaba junto a sus hermanos que empezase a contar las anécdotas de sus jornadas, las charlas con los jefes de estación, cuantos conejos había visto saltar por los carriles, el arreglo de la catenaria (una de sus palabras favoritas era catenaria; qué bien le sonaba…), cada cuanto tiempo tenía que responder al “dispositivo de hombre muerto”. No se cansaba de escucharlo, incluso cuando empezaba a hablar de válvulas,frenos hidráulicos, voltajes, etc. apoyaba su cabeza en los puños cerrados de sus manos y así pasaba la tarde.
Le gustaba decir que prácticamente había nacido en un tren. Desde que tenía uso de razón se recordaba viajando, corriendo por los pasillos de los vagones para llegar primero al que tenían que ocupar y coger el sitio de la ventanilla antes que sus hermanos. Esos asientos de terciopelo, con las paredes de madera,y los estantes sobre los asientos para dejar el equipaje. También quería llevar los billetes de todos para dárselos a revisor, ese personaje tan especial, con su traje azul marino y su gorra. Pasaba todo el viaje pegada a la ventanilla y solo se alejaba de ella cuando su madre sacaba los bocadillos, o las medias noches con nocilla.. ¡Uf!, y cuando coincidía que viajaban en el tren que su padre conducía, no había nadie que no se enterase. A todas las personas que encontraba por los pasillos les decía: “ ¿ A que no se mueve el tren?. Claro, lo conduce mi padre”. Esos si que eran viajes.
Amaba todo lo relacionado con el tren: sus olores, sus sonidos, las estaciones, con sus kioscos de prensa , visita obligada antes de partir para comprar sus tebeos de mortadelo y filemon, o purita; sus ventanillas de billetes donde podía contemplar el tiempo que hiciese falta las diferentes personas que ocupaban las filas; los pasos a nivel, los andenes, en los que se recibían o despedían familiares y amigos; el reloj, ese magnifico objeto unido a a la pared por medio de unas cenefas de forja de hierro, y sus grandes números, que hacían que su corazón rebotara cada vez que sus manecillas se movían aproximándose a la hora donde daría comienzo su viaje, siempre mágico y diferente. Y ese momento tan especial, el de bajarse del tren. Su padre le había enseñado como hacerlo. Al llegar a la puerta de salida se giraba dándole la espalda y bajaba mirando hacia el interior. “Así se ha de bajar hija, es la manera segura.”. Y desde entonces , cuando estaba en la estación y un tren llegaba, esperaba ansiosa que el maquinista se apease , y contemplaba con emoción como todos lo hacían igual que su padre. Lo admiraba, no podía disimularlo, había empezado de fogonero , con maquinas de carbón , y había llegado a ser uno de los mejores maquinistas de primera. Entendía el amor y la pasión que su padre sentía por su profesión, y se lo había trasmitido.
Pero tenia una pequeña espinita clavada. Uno de sus grandes deseos era viajar en la máquina , junto a él. Sus hermanos ya habían disfrutado de ese privilegio. Ella se tuvo que conformar con un corto , cortísimo trayecto en un cambio de vías, a penas unos minutos, pero suficiente para no querer salir de allí. Ese trocito de universo la había subyugado para siempre y ver a su padre haciendo lo que tantas veces le había contado… “¿Papá cuando me tocara a mi?”, solía repetir . “ La próxima vez”. La próxima vez, siempre la próxima vez.. Ha pasado el tiempo, mucho tiempo, y la espinita, cuando el recuerdo la toca, vuelve a doler, porque esa niña sigue esperando su viaje en la maquina del tren.
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