RECORDAR PARA VIVIR

Nací grande; pero con una naturaleza enfermiza que duró hasta que cumplí los ocho años. Esos primeros años sirvieron para desarrollar un proceso de inmunización largo; pero poco complicado, que pudiera preservarme en el futuro de contraer cualquier enfermedad. El proceso consistió en tenerlas todas, vamos, las habituales de un infante y muchas otras bastante singulares, poco comunes, que no voy a enumerar porque me parece un ejercicio malsano, morboso y, posiblemente, presuntuoso.

Mi conocimiento de Madrid, durante aquel quinario, se limitaba a los recorridos más o menos urgentes que hacía el taxi para ir a la consulta médica – normalmente a la del médico de cabecera o de familia, don Ramón Sainz de la Maza, que yo creo que se hizo especialista en mí, pues era su cliente o paciente más asiduo y enciclopédico, que no había mal que no tuviera o pudiera llegar a tener -, al hospital, al ambulatorio o a la casa de socorro. Así que comencé a conocer Madrid a través de las ventanillas del “pimiento” – que es como se llamaba a los taxis por llevar ese piloto luminoso en la baca, que podía ser verde o rojo dependiendo de si estaba libre u ocupado – y terminé aprendiéndome los letreros de los establecimientos comerciales abiertos o cerrados a lo largo de esos trasiegos sanitarios.

Supongo que por ello conozco tantas tiendas donde se venden, compran o alquilan – o se vendían, compraban y alquilaban, porque muchas han desaparecido – objetos o mercancías inusuales o singulares, desde almonedas a traperías, de carbonerías a serrerías, de salchicherías a vaquerías, de alquiler de organillos y pianos a las de alquiler de novelas y tebeos, de papelerías de nuevo a librerías de viejo, de mercerías a botonerías, de talabarterías y guarnicionerías a damasquinerías, de ebanisterías y carpinterías a cordelerías, de hojalaterías a chamarilerías, de alpargaterías a botijerías, de gallinejerías a hojaldrerías, de alfarerías a yeserías pasando por ultramarinos, pollerías, hueverías, azulejerías, cuchillerías, armerías, casquerías, chacinerías, tocinerías, tonelerías, pellejerías, sastrerías, sombrererías, charcuterías, corcherías, churrerías, buñolerías, imaginerías y cacharrerías, como la que había en la calle de la Paloma, 13, propiedad de mi abuela Isabel Manzanet, donde nací.

Una de las formas en que aprendí a leer fue mirando las estampas y fotos del semanario taurino El Ruedo. Mi madre me sentaba a la puerta de la cacharrería en una sillita de madera y enea, me ataba una cuerda a la cintura y el otro cabo lo anudaba a la pata de una pesada máquina de coser, marca Singer, colocaba una caja de cartón a mi vera repleta de tales semanarios taurinos y a la otra vera, otra caja de cartón vacía para que fuera alojando en ella los que ya hubiera leído. Lo de rodearme la cintura con una cuerda era para que no me diera la peregrina idea de abandonar la puerta y cruzar la calle, porque tenía bastante circulación rodada, sobre todo carros con mercancías o vacíos tirados por asnos, mulas, mulos, caballos o yeguas o por el propio carretero si era de mano, pues esa era la circulación rodada mayoritaria en Madrid en los años cincuenta del pasado siglo. Lo cierto es que estaba siempre tan entretenido en ver las imágenes y en casar las letras, que en ningún momento llegó a ocurrírseme abandonar el punto de lectura.

Los vecinos del barrio se hacían lenguas de mi afición. “Pero, Isabel, ¿el niño sabe leer?”. “Pues aún no; pero está en ello”. “Hija, es que mira las páginas con tanto detenimiento y pasa las hojas con tal parsimonia que de veras parece que estuviera leyendo”. “Es que se fija mucho”. Sólo me levantaba de mi asiento cuando mi tío Blas Botas pedía que demostrase cómo toreaba y ponía banderillas a un toro imaginario; pero sin bajarme de la acera, a algún amigo suyo o a algún forastero que acertara a pasar por allí y que se quedara sorprendido de ver a una criatura de dos años y nueve meses que, en apariencia, sabía leer. Y se moría por torear. Me salían de forma natural los pases, los lances y las posturas porque las había visto hasta la saciedad en el semanario que aparentemente leía; pero nunca había visto una corrida de toros, ni siquiera tenía conciencia clara de cómo era en vivo ese animal tan bello y fiero y fuerte y noble.

Conservo una vieja y deteriorada foto donde aparecemos mi padre, mi madre y yo frente a los soportales de la plaza de toros de las Ventas del Espíritu Santo. Él me tiene en brazos pues hacía tres meses que había nacido; mi madre y yo miramos a la cámara, ella con una sonrisa de satisfacción; yo con semblante serio y mofletudo, sin enterarme en absoluto de por qué estoy allí; mi padre me mira esbozando una sonrisa de incredulidad bajo su fino bigote. 

 Es el comienzo del otoño. Él va con un terno claro, zapatos y corbata oscuros; ella con un vestido oscuro, zapatos bicolores y portando un bolso negro y una toquilla con la que me envolverá en cuanto terminen de hacer la foto. Estamos ahí porque tres meses atrás ambos tuvieron que salir de naja de la plaza de toros porque mi madre empezó a romper aguas en pleno festejo taurino. No nací hasta el día siguiente, que me tuvieron que sacar con fórceps; pero a punto estuve de ver la luz en la misma plaza, como el maestro Antonio Chenel “Antoñete”. Parecía predestinado a ser torero; pero me quedé en aficionado; eso sí, de los incombustibles. Tan incombustible como mi pasión por la lectura y por escribir para seguir recordando. Porque recordar demuestra haber vivido. En suma, recordar es vivir.

FIN

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En la plaza de toros de Las Ventas de Madrid. Mi padre, mi madre y yo. 1952.

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