No intercambiamos ninguna frase durante todo el trayecto. Solo se oía de fondo el rumor del potente motor V8 del Ford Fairlane azul marino que nos conducía a Ezeiza mezclado con la melodía de tango que sonaba en la radio y los sollozos apagados, reprimidos de mi hermana Caty. En la autopista había poco tráfico solo interrumpido por los retenes del Ejército. Conscriptos casi adolescentes en ropa de combate con las caras asustadas a las órdenes de jóvenes oficiales prepotentes con ínfulas de héroes de la Patria. Pasamos por tres de estos operativos durante el trayecto de los escasos treinta kilómetros que separan la Plaza del Congreso del Aeropuerto Internacional.
Nuestro peregrinaje se había iniciado el 25 de Marzo, al día siguiente del golpe de Estado. Esa tarde Caty, Patricia y yo acompañados por una persona de confianza habíamos abordado el avión de Austral con destino a Buenos Aires.
Llevábamos casi quince días encerrados en el lujoso piso de mis abuelos maternos en la Av. del Libertador, cuando una mañana temprano nos despertó nuestra abuela. Logramos desperezarnos y somnolientos aún, descubrimos que esa abuela era Mamá vestida y caracterizada con maquillajes y peluca. Había logrado escapar de Córdoba con las ropas y la cédula de identidad de su madre.
Seguían atrapados en Córdoba mis hermanos mayores y mi padre de quien no teníamos noticias desde el día del golpe. Mi hermano Gustavo estaba aislado en nuestro campo de Ongamira con los caballos ensillados, atados día y noche en la rama del viejo aguaribay, los oídos atentos para huir monte arriba galopando ante cualquier inesperado movimiento de los animales o del entorno. Al fin una mañana con el documento prestado por un amigo, con otro nombre y la fotografía cambiada, logró abordar el viejo coche motor que hacía el recorrido desde Cruz del Eje a Córdoba y refugiarse en casa de unos amigos hasta la hora de salida del tren nocturno a Buenos Aires. En el ferrocarril los controles eran más laxos que en el aeropuerto o en las carreteras.
A los pocos días llegó a la ciudad nuestro hermano Deodoro con su mujer y el bebé. Llevaban casi un año viviendo en la clandestinidad con la cobertura que les daba su militancia en Montoneros.
Mi padre que era abogado de presos políticos y sindicales también se encontraba a salvo, clandestino en la ciudad, organizando junto con otros colegas la Comisión Argentina de Derechos Humanos, recopilando testimonios directos de los pocos sobrevivientes escapados o liberados de los centros clandestinos de detención.
Parecía que estábamos todos provisionalmente a salvo pasando desapercibidos en la enorme metrópoli, pero sabíamos que estaban secuestrando, torturando y desapareciendo a miles de compatriotas, a familias enteras, y que tarde o temprano nos iba a tocar a nosotros. Teníamos que salir del país lo antes posible si queríamos seguir viviendo.
A través de Mario Hernández – abogado compañero de mi padre- Mamá pudo contactar con un comisario retirado, jefe de una trama de venta de pasaportes dentro de la Federal. Así una gélida mañana del mes de Mayo nos encontramos todos vestidos para la ocasión entrando en la boca del lobo acompañados por un oficial miembro de esa mafia. Previo pago de la cuantiosa suma de dólares que acordaron, nos hicieron entrega de los flamantes y legales pasaportes y de los pasajes con destino a Madrid.
Esa semana nos reencontramos con la Mami Olga para despedirnos. La Mami es la persona que nos cuidó a todos desde siempre y que sufrió como uno más los avatares de nuestra familia. Después de casi dos meses sin verla nos reencontramos todos una tarde en el Zoológico de Palermo para ese duro trámite. Ella no podía venir con nosotros.
El 12 de Mayo nos llegó la noticia del secuestro de Mario. La noche anterior cuando bajó de un taxi, en el portal del departamento en que estaba parando, un grupo de tareas lo capturó. Lo metieron a golpes en el baúl de un Ford Falcon. Por testimonios posteriores supimos que lo llevaron a Campo de Mayo donde se les murió en una sala de torturas. Faltaban solamente tres días para que saliera nuestro avión y no teníamos adonde ir. Mi padre atendía profesionalmente a unos viejos clientes exiliados republicanos españoles que eran propietarios de un vetusto hotel frente a la Plaza del Congreso. Allí nos alojaron los dos últimos días en unas habitaciones de la última planta que estaban refaccionando sin anotarnos en el libro de registro.
El 15 de mayo de 1976 bajamos del Fairlane azul y entramos en el aeropuerto. Nos dividimos en tres grupos. En uno nuestra madre y los inseparables Caty, Patricia y yo, en otro Deodoro su mujer y el bebe, y en el tercero solamente Gustavo que a pesar de tener pasaporte en regla, portaba el mismo nombre que mi padre y posiblemente estuviera en las listas. Era el que más riesgo corría. Mamá nos metió en el baño, le dio algunos dólares a Caty y nos transmitió la consigna: “Ustedes tres siempre juntos, cuando pasemos el control y subamos al avión no miren para atrás. Si detienen a cualquiera de los demás no tienen que parar, cuando lleguemos a Madrid vamos a estar a salvo.” Hicimos la fila y cuando solo faltaba que pasara Gustavo entró corriendo un soldado hasta el puesto de control de pasaportes anterior a la sala de embarque. A todos los demás que ya habíamos sellado se nos heló la sangre. El oficial que estaba revisando los pasaportes conversó unos segundos en voz baja con el soldado y continuó con su tarea. Gustavo pasó, pero minutos antes de que subiéramos al avión, detuvieron a un hombre joven y se lo llevaron a empujones.
-Mirálo bien que van a pasar muchos años hasta que lo contemplemos de nuevo- me dijo Gustavo a los pocos minutos del despegue mientras sobrevolábamos el Río de la Plata. Fue recién en ese momento cuando me empezaron a brotar las lágrimas.
FIN
OPINIONES Y COMENTARIOS