Te observo desde lejos y no sé quién eres. Tampoco sé cómo llamarte, si mi progenitora, tal vez ascendiente o quizás madre. Se me eriza la piel al nombrarte de ese modo tan extraño. En fin eres, lo que eres. Eso que representas y me angustia. Quien me dio, apenas gotas de felicidad y lluvias de llanto. Recuerdo aquel día en que papá me llevó al parque de diversiones, fue increíble. Sonreí y grite de alegría, subía a cada juego con el afán de desafiar al miedo. Mi padre me compro un helado inmenso y difícil de terminar. Limpio mi nariz con su pañuelo al ver la crema pegada. Respire felicidad y cariño. Al llegar a casa, luego de una larga tarde, nos esperaba una estatua fría, blanca y apagada, con rostro malhumorado. De momentos comenzó a moverse y su representación humana fue horrorosa. Camino con furia y se lanzó a mis cabellos arrastrándome hacia el hogar. Gritando a mi padre. Insultando y echando culpas por su escasa economía. Recibí golpes y luego lamentos. Esa misma noche mi felicidad huyo con mi progenitor, quedando a merced de ella. Solo para ella. Esclava de sus gustos y malicias. Vivía atormentada por sus gritos y su necesidad de trabajo sucio. En esos difíciles momentos me aferraba a los hermosos recuerdos vividos con mi padre.
Han pasado ya tres años desde que decidí continuar los pasos de él. Huí sin rumbo y sin destino. Camine miles de leguas en busca de mi felicidad. Hasta llegar al fin a ese hogar que jamás creí encontrar y que realmente existía. Un sitio lleno de colores, música y un delicioso aroma que sale expulsado de la ventana, amenazando a mí estomago estrujado por el hambre. Los pasos cuestan y mi miedo al rechazo está más potente que nunca. ¿Qué me dirá? ¿Me aceptara? Cataratas de preguntas me rodea. Inquieta camino hacia su puerta. El golpe retumba en mi pecho. La puerta cruje al abrirse y detrás de ella aparece una señora mayor regordeta, repleta de canas y con arrugas bien definidas; pero con una deliciosa sonrisa. Sus ojos se iluminan al verme y caen de ellos pequeñas lágrimas de felicidad. Mi pecho explota, liberando mis sentimientos, corro hacia sus brazos. Acariciando su pelo y ella besa mi frente. Mi abuela llora pidiendo perdón. La consuelo y nos abrazamos como si toda la vida nos conociéramos. Pero cabe destacar que jamás nos hemos conocido. Mi madre al igual que yo, huyo de su hogar desde pequeña. No sé sus motivos, ni necesito saberlos. Pues disfruto de un hermoso recuentro con la bella mujer que abrió sus brazos a su perdida nieta. Desde entonces vivo bajo su techo con una vida completamente distinta. Llena de alegría y felicidad. Solo nosotras. Mi abuela y yo.
Por desgracia, hace unos meses me apareció un pequeño bulto en la axila derecha. Corrí hacia mi abuela, hacia tanto que no lloraba. Fuimos de urgencia al médico. Me dijeron que estaba muy avanzado y que intentaríamos un tratamiento para reducir su tamaño, pero no me quedaban muchas esperanzas.
Había encontrado el amor, comprensión y cariño en este lugar, ahora mío. Había al fin hallado a un hombre que me amase tanto como yo lo amo. Increíblemente era mi vecino de al lado. Mi camino iba perfecto en flores y cantos liricos pero se llenó de espinas y tormentos. Mi apariencia decayó y mis fuerzan se fueron limitando. Toso y escupo fluidos indeseables. Cansada de estudios, alejada de mi amor me acobije en mi cama con la deliciosa tarta de manzana de la abuela, esa que sentí el primer día que llegue aquí. La puerta de mi habitación se abre y ahí está preocupada la mujer más maravillosa que conocí, aferrada al delantal me admira con tristeza, a mí se me ilumina los ojos cada vez que la veo. A su lado aparece cabizbaja una mujer. Me sorprendo al verla. Tan linda y bien vestida. Una niña ríe a su lado con entusiasmo, se mantiene tomadas de la mano y simplemente las admiro con tristeza y asombro. Dios reconozco esos ojos, tan iguales a los mío. Esa niña se parece a mí. Y yo a su progenitora, quien llora al verme agarrándose de la puerta. Es toda una dama con una nueva familia adinerada. Camina distinguida y se recuesta a mi lado. Disculpa llueven y el perdón se renueva. La luz de mi vida se va apagando y el final del dolor se acerca. Lo que pude decir antes que termine mi vida es la misma frase que nombraba de niña cuando estaba cerca de ella. En pequeños momentos de felicidad, cuando me enfermaba y cuidaba. Yo la amaba a escondidas, siempre la ame y también la odie. Y le murmuraba al oído: no me sueltes la mano.
Mis últimas palabras y el perdón, vuela con mi alma.
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