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    Como todos los días de lunes a viernes la recogía en los bajos de casa, ese momento era para mí el más feliz del día. Volverla a ver, recibir un dibujo, cargarla a caballito y, cantando alguna canción que ambos conocíamos, ir a su parque, a “Mi Parque”, como lo nombraba ella; y antes de llegar a casa tomarse un sabroso helado de maracuyá, su preferido; al que nunca traicionó por ningún otro sabor. Esta era la feliz rutina.

    Ese día su carita estaba triste, bien triste. Sus ojitos al verme se pusieron brillosos a punto de cascada. Antes de recostar su cabecita esquiva en mi hombro derecho, alcancé ver también los pucheros de sus labios.

     —¿Quieres montarte a caballito?

     —¡No!

     —¿Vamos al parque?

     —¡No!

     —¿Y mi dibujo?

     — … (quedó en silencio)

     —¿A tomar helado?

     — ¡No! ¡Quiero ir a casa!

     —¿Que pasa?

     —En el Jardín tampoco está.

     Era el último lugar que quedaba por saber del paradero de Anastasia. Ya habíamos preguntado en casa del abuelo, de la abuela, en la recepción del edificio, en el parque, en la heladería; por cuanto lugar habíamos pasado y paseado. Nada. Su hija querida. Su juguete. Su muñeca preferida se había esfumado.—La tristeza enferma—. Durante cuatro meses contrajo gripe, otitis, fiebre, dolores de barriga, pesadillas, —malestares del alma. La noticia de la pérdida de Anastasia fue también del conocimiento de los tíos,  primos, y amigos. “Anastasia se ha ido”. Ella les hacía saber, seguro con la esperanza de si la veían, se la regresaran. Con ciertas dudas su mamá y hermana pensaron en un reemplazo. La llevaron a un tienda para que eligiera una muñeca. La elegida era diferente; más pequeña, y más rosada; pero con la mirada tierna de Anastasia. Lo que más le gustó de esta, era que reía. Ese detalle la convenció y la acogió sin dudas. Eso sí, la bautizó también Anastasia. Dos semanas después, visitando una amiga de la hermana apareció de la nada la otra Anastasia, y sin soltar a la nueva se la llevó al cuello y la llenó de besos y abrazos. Nos la mostraba a todos compartiendo el feliz encuentro. Todos reíamos de felicidad. Yo tampoco pude contener mi entusiasmo y, en un arrebato de éxtasis cuando mi pequeña me la acercó, también la besé y la abracé. Todos muertos de risa comentaban mi absurdo —pudiera ser—; pero tuve la sensación que aquel hallazgo devolvía calma y luz a mi pequeña. Cuando le preguntamos a Daniela como le llamaría ahora a la nueva muñeca, nos contestó con una risita pícara pero resuelta que seguiría llamándola Anastasia. Anastasia la pequeña. Y a la otra, Anastasia. Anastasia la grande. Y a las dos:

     Las Anastasias.

                                                                  FIN

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