En la vida casi toda opción se puede elegir: los amigos, la pareja, la casa, la ciudad en la que vivir, el trabajo, aunque en estos tiempos que corren, esta última no siempre. Casi toda opción…menos morir o no, nacer o no y la familia. Eso pretendí explicarle un día a uno de mis tíos, hermano de mi madre José María, que se mofó de mí por mi teoría de la elección, supongo que porque su vida no era como habría querido y entendía que todo le había pasado porque sí o porque no, no por elección. Al poco tiempo deduje que su manera de pensar debió de regirse por la historia que a continuación cuento:

En mi gran familia materna, la abuela Francisca, que Dios la tenga en su gloria, falleció a los 52 años dejando a un marido, 11 hijos y 3 nietos al descubierto un día de agosto de 1979. Yo contaba con 4 años y la explicación que me dieron fue que se había comido unas tajadas de cerdo en mal estado, en verdad un problema en la sangre. La foto familiar del entierro, por lo que narraron ya muchos años después, fue un espanto, sus hijos llorando sin consuelo envueltos en trajes negros y sin saber realmente que harían al salir por la puerta de la iglesia al terminar el retablo del cura.

Esto ocurrió en el pueblo de mi madre, ubicado en la sierra de Jaén, que se respiró la postguerra y su recuerdo durante muchos años venideros, siempre acompañado de una vida rural. Las mujeres en sus casas con entradas amplias y rusticas recibían a sus familiares y vecinos, ya que estaba mal visto que se acercaran a las tabernas a tomar tragos; Esa era su vida social: La Iglesia, la casa y el campo. Y en estos tres lugares se cimentaban las uniones familiares.

Mis abuelos contrajeron nupcias a finales de los años 40 y su primera hija nació en 1950, mi madre, enfermera de profesión. De ahí en adelante la abuela no paro de dar a luz hasta el año 68 que nació mi tía Angelina, ahora abogada e imprescindible para algunos de sus hermanos.

Mi abuela era una persona de gran corazón, ayudaba a todos por bondad; les dio educación, amor y lo que en sus manos estuviera a sus hijos y a los únicos tres nietos que conoció. Algunos más apegados que otros, creo que la muerte prematura les afectó a cada uno de una manera que siempre han llevado consigo. Nunca les he visto llorar, ni quejarse de esta vida. Él más parecido a ella, mi tío Pedro que la acompañaba a todos los lugares donde iba, lidia todos los días con el cuidado de su hijo autista y lo único que veo en sus ojos es alegría, superación. Él comprende que no ha podido elegir a su familia pero sabe que su actitud ante la vida es la misma que tuvo un día de agosto de 1979.

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