Me ha sorprendido su llamada. Me encontraba en mi despacho.¡hacía tanto tiempo que no tenía noticias de él!. Sus palabras siguen resonando en mi oídos:»me estoy muriendo ¿puedes venir?.» «Si -le digo- ahora voy».Pasan por mi mente tantos pensamientos, la mayoría recuerdos, el pasado que aparece de nuevo pero esta vez para poner punto y final. Conduzco deprisa y cuando llego al hospital, busco su habitación; Carmen esta allí poniéndole una crema en las piernas; se ha sorprendido al verme;él no le ha dicho que me ha llamado;sus ojos se iluminan, se humedecen un poco pero controla las lágrimas rápidamente; me duele el pecho y las palabras parece que las tengo atravesadas en mi garganta, hago un esfuerzo por sonreír y le digo: ¿Qué tal? me he enterado de que estabas aquí y he venido a verte»él sonríe y sabe que he entendido su mirada, que no diré nada delante de ella. Le ha pedido a Carmen que vaya a buscar una enfermera, Carmen se resiste a dejarnos solos, parece que intuye algo, él le acaricia su cara y ella sale. Tenemos poco tiempo, le coco las manos, llora y sonríe a la vez. «Gracias -me dice- por venir; me equivoque, pensé que podía dejar el tratamiento, quería ser normal y ya ves. Me muero, Ana, lo sé, al final no quise hacerte caso, duele tanto el rechazo de los demás». No sé que decir, siguen las palabras paralizadas en mi garganta y mi mente embargada por la tristeza no las ordena, no me obedece. «Tal vez solo es una mala sensación»- le digo-. «No Ana, me voy, quería despedirme; decirte que fuiste mi luz durante muchos años, que tu apoyo y tu afecto me dieron alas para luchar contra la enfermedad y soportar los barrotes, pero ya me tengo que ir. Fue un grave error resistirme a tomar la medicación, no querer seguir las indicaciones de los médicos y las vuestras; habéis trabajado tanto por todos nosotros; recuerdo las veces que insistías en decirme que admitiera la enfermedad, que tenía que vivir con ella, pero yo no quería, nunca pude aceptarla, incluso pensaba algunas veces que era un castigo que me traía la vida por mi irresponsabilidad». Le abrazo, me acaricia, no abandona su sonrisa, me dice al oído: «todo está bien, todo está bien, acepto que me equivoque, cuida de Carmen y el niño, por favor». En ese momento entra Carmen en la habitación que con los ojos parece preguntarme ¿Qué pasa?. Yo consigo que salgan algunas palabras tontas sin decir nada importante, él se incorpora en la cama, ya no hay lágrimas solo una gran sonrisa, me dice:»Va a venir el médico y luego tengo que comer», le contesto: » Ya veo que me estás echando, vale me voy, pero volveremos a vernos»; «Si estoy seguro de que volveremos a vernos», le abrazo de nuevo , le doy dos besos; él me corresponde como si no pasará nada. Me despido de Carmen. sin dejar de mirarnos, salgo de la habitación. He bajado por las escaleras hasta la entrada del hospital, las lagrimas han cubierto mis mejillas, mi cara, mi cuello; algunas personas con las que me cruzo me miran, me da igual, no hago nada para detener esta cascada. A las 17,30 me ha llamado Carmen. «ha fallecido hace media hora, se ha ido»- me dice- y se  pone a llorar. He colgado el teléfono y sigo aquí sentada en mi despacho; un compañero me pregunta «¿pasa algo?. Le he dicho «se ha muerto un amigo».

No tengo ganas de nada, he salido del trabajo y he conducido hasta la playa. necesito estar a solas, necesito darle estos momentos para él.

Recuerdo el día que lo vi por primera vez en el centro penitenciario, yo era voluntaria de una ONG que colaboraba con el fin de ayudar a las personas adictas a la heroína. el objetivo principal era que lograran abandonar el consumo. él tenía 20 años , yo 32; era condenadamente guapo, alto, moreno y con esa sonrisa seductora que conseguía poner nerviosas a todas las voluntarias más jóvenes; él sabía de su atractivo, sí, sabía bastante y a mí me sorprendía que no intentará sacar provecho de ello; lo entendí más tarde, cuando tuvo suficiente confianza para contármelo .

Para ser un interno de un Centro penitenciario, desprendía una seguridad en sí mismo que muchas veces rallaba en una gran altanería; sí esto, le causaba algún problema lo solucionaba sobre todo con los funcionarios de prisión, exhibiendo su franca sonrisa; tuvo alguna que otra dificultad de disciplina mientras permaneció allí; algunas veces le pudo su orgullo. Es difícil permanecer siempre callado ante la autoridad. No quería volver a consumir caballo; me lo decía  convencido la primera vez que me narró su historia. Probó la heroína a los 16 años, al año ya era adicto y a los 18 entro en la cárcel por robo con intimidación; con un trozo de madera en un bolsillo, robo el bolso a una mujer en la calle; necesitaba un chute y llevaba varios días sin comer, termino preso; se le condeno a realizar un tratamiento de deshabituación en una comunidad terapéutica . Tenía que permanecer un año y medio en la comunidad, él se prometió a sí  mismo que lo haría. No contaba con que una fuerza mucho más grande que su adicción iba a irrumpir en su vida; Carmen era educadora voluntaria en aquel centro y el amor, que aún no había hecho aparición en su joven vida, los condeno a los dos; Carmen tuvo que dejar el voluntariado; no se permitían relaciones afectivas entre educadores/as e internos adictos. Él no lo aguanto, su impulsividad no estaba lo suficientemente pulida y abandono el programa; se decretó la búsqueda y captura, dos meses después fue detenido cuando intentó robar en un videoclub, había vuelto a caer en las redes de su primer amor, la heroína y vagabundeaba para conseguir la dosis diaria. Carmen no podía verlo y él no intentaba verla para que no supiera que había recaído de nuevo. En este período una aguja compartida y su falta de información en aquellos años le llevo a adquirir la enfermedad y supo que el SIDA le iba a acompañar de por vida; quiso morir, lo intento pero fracaso. El juez le condeno de nuevo por saltarse la sentencia inicial y por contestar en el propio juicio de  forma altanera ,a treinta años de encarcelamiento, tenía 19 años. Cuando consulte la veracidad de su historia no podía creerme que se condenará a un joven heroinómano por un robo frustrado a treinta años; me pareció tan injusto e irreal, pero así era. Inició el programa que desarrollábamos con el fin de alejarse más de la heroína y de que su expediente adquiriera todos los puntos posibles por buena conducta.

Carmen lo visitaba casi todas las semanas y su amor continuaba a pesar de todos los avatares. «Te quiero y te voy a esperar»- le dijo ella-, «no lo harás- respondió él- lo veo en otros internos, las relaciones duran poco y se sufre mucho cuando la persona que amas te abandona estando aquí dentro.» «Yo te esperaré- dijo ella- te quiero demasiado, mi confianza en ti es total , sé que no me defraudarás». Y no lo hizo, supo alzarse sobre la cárcel, su condena, su adicción y sus limitaciones.

No aceptaba su enfermedad aunque tomaba la  medicación que se le administraba, su resistencia a padecerla le hacía caer muchas veces en manos de una ira poderosa, profunda pero callada, no expresada. Solo su amor por Carmen y el pensar que podría vencer su mal le daba fuerzas para aplacar su enfado.

Una ira que comenzó a sentir cuando su madre, prostituta de profesión, le llevo a un centro de menores, tenía diez años, porque no podía mantenerlo. La odió por ello.Nunca entendió porque no podía vivir con ella, sintió que el tenía la culpa de lo que soportaba su madre; ella le prometió que iría a verlo, que le llevaría regalos, pero nunca apareció.

Los primeros años en el centro juvenil fueron buenos aunque él ya sabía que dentro de su corazón había algo que no le gustaba, un enfado grande, enorme, que siempre tenía que aplacar ; todo fue bien hasta que cumplió catorce años; su cuerpo había cambiado, alcanzaba ya los 185 centímetros de altura y comenzó a notar que llamaba la atención.  En el centro no había mujeres, solo hombres y comprobó que despertaba sentimientos que él no llegaba a entender en algunos compañeros. El día que el superior del centro le dijo que ya no iba a dormir en la sala grande con  los demás, se relajó; a veces tardaba en dormirse, procurando permanecer despierto hasta que los otros caían dormidos; no lograba entender sus bromas. Iba a tener una habitación que solo compartiría con otro colega, se sintió el más afortunado del mundo. Más tarde se sentiría el más desgraciado del mundo, cuando el superior les llamo a su habitación a ambos diciéndoles que podían acostarse con él en su cama. El otro lo hizo sin rechistar y él  lo imitó. Pero hubo un día que no soporto más  que el «jefe» le tocara, que cogiera su mano y le hiciera tocar sus partes; no pudo más, saltó, protestó, amenazó con contarlo todo; el superior tomó medidas; volvió al gran dormitorio, se le privó de todo trato especial hasta entonces recibido; se le acoso con los peores trabajos y humillaciones. Esa parte de su corazón donde albergaba algo que no le gustaba, el enfado, había crecido; sabía que era cada vez más grande y se asustaba de no poder sujetarlo, de que algún día saliera disparado contra alguien. Entendió que su físico era un arma de doble filo. Entonces allí mismo, en el centro juvenil la conoció; ella era la que le calmaba, la que le permitía aguantar aquella situación, la que le hacía creer que el mundo era distinto; que uno podía confiar en los demás; le suavizaba, le hacía ver el mundo con calma, paz y con la seguridad que nunca había conocido.La dejó entrar en su vida. Aquel amor engañoso y falso que tanto le prometía, también le falló. También le decepciono.Se escapo e intento vivir en la calle, pero la heroína no le dejaba en paz. Necesitaba encontrarse con ella todos los días, al despertar tenía que estar allí, a su lado; si no estaba, el día perdía todo su significado como alguien que sale a buscar comida para calmar su hambre, él salía a coger dinero para tenerla a ella, para que no le abandonase.

Regreso al Centro penitenciario con la condena de treinta años. Pasó allí diez años porque la ONG donde desarrollábamos el voluntariado logró un abogado, se solicitó un recurso que ganó.  El día que dejó el centro, me llamo, nos vimos, estaba eufórico, la sensación de haber logrado algo tan ansiado como la libertad le hacía creer que era invencible, que todo se podía conseguir con tan  solo desearlo; poco tiempo después nació Javier; él tenía trabajo en una carpintería, la vida  comenzaba a ser amable con él y con Carmen, su verdadero amor, su inseparable compañera.

¿Por qué no iba a poder curarse? ¿por que lo dijeran los médicos? Quería ser normal; su mal era lo único que le recordaba todo lo ocurrido en el pasado, todo su sufrimiento; no podía aceptar que la enfermedad le acompañará toda su vida; abandonó el tratamiento; empeoró, su mal creció, le poseyó por completo, él se negaba a verlo; en un año todo se desmoronó; su salud se deterioró, poco a poco sus fuerzas se apagaban. Se escondió de todos nosotros, de su familia. No escucho, o quería oírnos.Hoy ha llamado para despedirse. Tenía treinta y cuatro años.

Es sábado por la mañana, he quedado con Carmen. Asistiré a su funeral, quiero acompañarlo. Mientras se celebra la misa y teniéndole allí en medio, en su ataúd, sigo hablando con él, sigo mentalmente regañandole pero esta vez sin fuerza alguna, por su falta de aceptación. Nunca quiso entender que si consientes tienes una oportunidad de acomodarte a ella, de vivir con tu enemigo y que aunque se convierta en un infierno, podemos superarla y soportarla. Llevaba demasiada rabia dentro contra la vida que tan poco le había ofrecido, que además le condenaba al rechazo social y a un final que él imaginaba físicamente desastroso. Pensar en su deterioro físico le producía verdadero pavor.

Observo a su hijo, se le parece; ¿qué le podrá contar Carmen de su padre cuando crezca?. Supongo que inventará parte de la historia y que la suavizará, incluso tal vez oculte algunas cosas. A mi me encantaría que le dijera que fue una gran persona, que como todo el mundo intentaba sobrevivir, solo que partió de condiciones muy duras que cualquier niño, por mucho que lo intente comprender y aceptar, precisa de mucho amor incondicional y compasión, actitudes que en la vida cotidiana a menudo somos incapaces de ofrecer. Él lo recibió de Carmen.

Adoraba la libertad, soñaba con ella todos los días y nunca entendió ,ni yo tampoco que una adicción pudiera tratarse en una cárcel; necesitaba creer que la vida podía ser diferente, que se podía estar en paz, que las personas se apoyaban unas a otras, que existía otra forma de vivir, que las personas no eran abandonadas; decía que los voluntarios le dábamos esos sueños, esos deseos. Algunas veces hablábamos sobre el SIDA, no muy a menudo dado que prefería hablar de otras cosas, entendía que someterse a la dolencia significaba resignación; no iba a resignarse con nada, me contestaba. Ahora sé que no podía aunque lo intentará; esa emoción sorda y callada estaba en su interior, llenándolo por completo; estallando día si , día no; Engendrada en su niñez , no lo abandono hasta el final. Pero nunca lo dijo, nunca la expreso; quería ser como los demás; la ira lo arrastró a la resistencia  , que le llevo a la muerte. Si ha sabido aceptar su muerte, con una entereza y orgullo digno de él.Ha ganado la batalla a la ira, al final había desaparecido.

Estoy cansada, en algunas ocasiones pienso que nuestro voluntariado es valioso y otras lo dudo. Quizás ocupamos un espacio de tratamiento que debería darse en otras condiciones, no lo sé, son dilemas míos sin resolver.Sigo siendo voluntaria a pesar de todo, a pesar de las pérdidas porque la expresión de la persona que se encuentra excluida o enferma cuando te ve llegar a su lado, es el tesoro más grande que tengo en esta vida. Y no es mi ego que precisa sentirse bueno o necesitado. Es una emoción que compartes con el otro, es la alegría de volver a verlo y tener un proyecto en común, el de sobrevivir.

Se ha ido , una vida más entre millones de vidas, ahora soy yo la que tengo que aceptar que muchas de ellas solo van a ser un suspiro de vida.

Mª Purificación Martínez Felipo.

Agosto 2014.

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