Cuadro de un atardecer

Cuadro de un atardecer

Adam C. Díez

01/09/2014

Las sombras de la ciudad comienzan a estirarse lentamente, tan lentamente como el Sol, que cansado del duro día de trabajo se escabulle por el horizonte, dejando atrás una tierra bañada por el calor de su luz. A esa hora, cuando el bochorno propio del mes de agosto se hace un poco más soportable, la gente que se resguardaba en sus casas comienza a salir para dar un paseo, ir a comprar o quizás sentarse tranquilamente a conversar.

Las plazas y los parques son rápidamente conquistados por los niños, que con sus gritos y risas se lanzan a jugar a la pelota, intercambiarse cromos de Bob Esponja o Pokémons con sus consolas. Hiciesen lo que hiciesen, el revuelo que forman siempre es espectacular, llenando todo el ambiente con esa energía que parece no tener fin.

Por una de esas plazas, una de un barrio obrero, camina Ramón tranquilamente con su sombra puntiaguda siguiéndole a cada paso hasta que se detiene y se sienta en un banco de madera, siempre el mismo, aquello se había convertido en un ritual hasta el más mínimo detalle…

Ramón es albañil, o mejor dicho lo había sido. A sus cincuenta años de edad llevaba seis años sin trabajar, desde que el ladrillo diera un ladrillazo al sistema económico nacional. Desde entonces no ha podido levantar cabeza, Más bien todo lo contrario. Una vez se terminó su pequeña prestación por desempleo, ha tenido que ir tirando con sus igualmente pequeños ahorros.

Pese a todo aún no pierde la esperanza y todos los días se levanta temprano y sale a la calle en busca de trabajo.

Aunque sabe la edad que tiene.

Aunque sabe que todos están en su misma situación.

Aunque sabe que no va a encontrarlo.

Como hoy, tras varias horas deambulando por la ciudad regresa a su casa, hipotecada y a punto de no poder pagarla. Su mujer como de costumbre va a la puerta a recibirle sonriendo, y dándole un beso en la mejilla recita aquello de «a camino largo, paso corto». Ramón ríe y bromea diciendo que no está tampoco para dar grandes zancadas. Luego pasa al comedor donde su mujer tiene puesta la comida en la mesa. Nada de lujos, un poco de carne con patatas estofadas es lo único que puede ponerle al cansado y hambriento de su marido. Escaso sí, pero para Ramón es sin duda alguna el mejor estofado que ha probado en mucho tiempo, sobre todo porque en cada cucharada saborea el amor y los ánimos con los que ella lo ha preparado. Al rato, también como de costumbre, Ramón se echa la siesta en el sofá junto al ventilador, hasta que el Sol decide que ya hace suficiente calor y avanza decidido a esconderse. Es entonces cuando coge su guitarra española y sale a la plaza, donde sentándose en su banco favorito empieza a tocar las primeras notas.

El efecto es inmediato, la gente sentada cerca de él calla paulatinamente hasta enmudecer, y girándose hacia Ramón aguardan el espectáculo al que ya están acostumbrados. Solo los niños continúan inmersos en sus propios juegos, sin prestar la menor atención, como si aquello no fuera con ellos.

Tras afinar ligeramente las cuerdas, Ramón comienza a tocar más fuerte, alegre, con la emoción que suele poner en todo lo que hace.

Alex no tarda en aparecer, atraído por la música que siempre le llama a la misma hora.

En una de sus manos sujeta por las asas dos botellas de plástico grande, vacías. En la otra lleva su más preciado tesoro, su cajón de música.

Alejandro tiene veinticuatro años, y como mucha gente que él conoce, vive de okupa en un piso junto con tres compañeros. Lleva prácticamente desde su mayoría de edad buscándose la vida, dando tumbos de un sitio a otro. Ahora ha encontrado un buen lugar para quedarse, al menos una temporada.

Caminando hacia Ramón se detiene en la fuente y deja las botellas justo al lado. Uno de los inconvenientes de ser okupa es que muchas veces los pisos tienen el suministro de luz y agua cortados. ‘Un mal menor’ suele pensar él, que ya tenía experiencia durmiendo en parques y cajeros automáticos.

Cuando llega junto a Ramón le saluda con una palmada en la espalda y se sienta encima del Cajón flamenco. Marcando el ritmo con el pie comienza a golpear el instrumento, mezclándose perfectamente con la guitarra.

Justo en ese momento aparecen Javier y Carmen en su furgoneta, aparcándola rápidamente enfrente de ellos.

Javier sale a toda prisa llevándose con él una litrona de cerveza, mientras se dirige hacia los músicos sonriendo y bailando alegremente.

Carmen tarda un poco más, no puede correr llevando a su hijo Víctor en los brazos, quien intrigado por la música mira en todas direcciones y gorgotea.

Los tres viven en un piso de protección oficial, y gracias a Dios, como suele decir ella, consciente de que tuvieron mucha suerte, imaginándose dónde hubieran acabado…

Javier deja la litrona en el suelo y se sienta al lado de Ramón. Sonriendo los dos, comienza a tocar las palmas. Sus manos llenas de callos aún están tiznadas de haber recogido chatarra todo el día, bajo la inclemencia del Sol abrasador.

Carmen se había pasado el día entero limpiando, cocinando y cuidando de Víctor. Pero aunque está cansada, todavía le quedan fuerzas para colocarse en el centro del círculo, y dejando a su hijo sentado al lado de Alex, arranca a cantar con una voz tan potente como hermosa, enamorando completamente a toda la gente en la plaza.

El Sol termina ocultándose detrás de los edificios, los últimos destellos van desapareciendo arrastrados suavemente por la musica, aunque ellos no parecen darse cuenta, están absortos con sus risas y canciones. Así es como pasan todas las tardes. Aunque cada uno tiene sus propios problemas, subsistiendo como pueden, en estos momentos que pasan juntos son verdaderamente felices, e intentan guardar esa sensación para el día siguiente, sabiendo que será duro. Pero eso ya sería mañana, ahora, al igual que las sombras van extinguiéndose, también lo hacen las preocupaciones, pues ya lo decía aquella canción, «las penas con rumba son menos penas», seguramente porque las comparten entre todos. Y al igual que los niños que juegan en esa plaza, ajenos a todo lo que les rodea, como cuando ellos mismos eran unos niños sin preocupaciones, disfrutan cada segundo de esos encuentros, de ese ritual casi mágico que se ha convertido en una costumbre tan necesaria como el aire que respiran, evitando ahogarse en un mundo que no deja nunca de apretar.

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