Allahu Akbar! Allahu Akbar! Las mezquitas ya han comenzado el llamado a la oración de la tarde. Nunca llevo reloj, pero sé entonces que van a dar las cinco, justo la hora en que quedé con Rosa, la psicóloga vasca, y los niños del barrio que vamos a apadrinar. Apuro el paso. Los hombres también se apuran camino de la mezquita con las esterillas enrolladas bajo sus brazos. Soy de las pocas personas blancas del barrio, así que es fácil distinguirme y todos me saludan cuando nos cruzamos al borde de tierra roja de esta carretera asfaltada. …Hayya ‘ala al falah, me encanta cuando el almuédano canta esto, me encanta. Bajo el Árbol-Taller los coches –casi todos taxis amarillos– descansan con las tripas fuera. El mecánico ha ido a rezar, pero los rastaboys no; ahí están, en el banquito de madera liándose porros, como siempre; a la noche se pondrán a tocar los yembés. Les gusta saludarme en mandinka y comprobar que sé responder:
–Suumoolee?
–Ì be jang!
–I keemaa lee?
–A be jee.
–Kori tana nte.
–Tana nte.
¿Cómo está tu gente? Todos bien. ¿Y tu marido? Bien, ahí está. Espero que ningún problema. Ninguno. Y luego siguen con un cómo va la tarde, a dónde vas, qué sabes de tu familia de España o cualquier otra pregunta que permita hacer el saludo lo más largo posible, como de costumbre.
Uncle Musa está con ellos, con su carita arrugada y desdentada, su piel de color negro azulado y sus bolsitas de vodka compradas al dalasi en la local shop; muchas noches nos encontramos en el Podium, un garito local en la maraña de callejuelas de polvo rojo, casitas o chabolas con techo de metal corrugado y acequias de aguas sucias que conforman el interior de Bakau, nuestro barrio; nunca lleva dinero, pero el dueño, Foxy Brown, lo deja sentarse en el interior de la terraza y tomarse, en un vaso de papel, el alcohol con sabor a colonia que compra barato en esos plastiquitos rectangulares; entonces elige una mesa cercana a la mía y charlamos entre sudores, mosquitos y amigas prostitutas. «Uncle», lo saludo llevándome la mano al pecho y haciendo una ligera reverencia con la cabeza. Y aclaro: sí, voy a la playa, a mi chiringuito; no, hoy no tendremos música, ya estamos en temporada baja, no hay turistas y pronto llegarán las lluvias; sí, hace mucho calor, a kandita baake le! Tengo prisa. Ya nos veremos.
Más abajo, bajo el Mango-Mediano, están las muchachas con sus puestecitos de empanadillas y zapatos usados. Algunas me saludan alegres, con la consabida retahíla de preguntas y respuestas, otras apenas hacen un gesto de mala gana, y unas pocas me vuelven la cara insolentes; son de las que me odian por ser blanca, creen que todas venimos aquí con nuestros monederos llenos y nuestros pasaportes europeos a robarles los mejores hombres, y el mío es muy guapo… No saben que nací aquí. Adama, la mayor de ellas, cruza la calle quitándose la peluca de pelo lacio para buscar un lugar discreto donde realizar la ablución, cubrirse con el bonito velo de gasa que lleva en la mano y comenzar sus oraciones. Me hace un gesto con la mano y yo le respondo de la misma manera.
Continúo mi camino tomando el atajo de tierra roja de las serpientes, «no hay problema –suspiro mirando los arbustos de reojo–, es de día». Saludo a los chicos del Árbol-Bicicleta, donde también reparan ventiladores, y cruzo Kofi Annan Street –la calle asfaltada que viene de los hoteles– por la mezquita, donde el muecín ya termina con el adhan: La ilaha il-la Allah!
El camino largo de la playa no me da miedo de día, pero de noche, cuando escucho silbidos y cantos de insectos, gruñidos extraños y crujidos entre la maleza, no puedo evitar pensar en los jabalíes o, peor aún, los cocodrilos de la laguna cercana; sé que están en el agua y sus alrededores, pero qué pasaría si algún día deciden salir de paseo y venirse a la vereda. Por si acaso, suelo ir –con mis botas puestas y la linterna en la mano– a la carrera y haciendo ruido con cualquier objeto que pueda ahuyentar a los unos o a los otros, o a cualquier clase de bicho despistado, sobre todo si no hay luna y está muy oscuro.
Detrás del Pequeño-Baobab está el chiringuito. En el jardín trasero están mis muchachos terminando de prepararse para la oración. Salifou, el cocinero, está mandando sentar a los niños y niñas que han venido –siete en total, tres suyos– en un tronco seco de acacia, y les pide que esperen en silencio. Me hace señas desde lejos: que los llevará a la terraza cuando termine de rezar; asiento con la cabeza. Lion también está; también me ve; no me acerco a darle un beso porque ya ha finalizado su ablución y tendría que empezar a purificarse de nuevo, le tiro uno volado y me sonríe mostrando esa maravillosa dentadura que resalta, blanca, sobre su piel tan, tan negra, de tono rojizo.
Rosa me espera bajo el techado sentada a una de las mesas que dan al magnífico jardín delantero, el de la playa, el de las altas palmeras, césped silvestre y sombrillas de paja. Veo que está tomando Vimto, qué asco, siempre me sabrá a jarabe para la tos ese refresco. No hay ni un solo cliente, sólo ella. Nos abrazamos y nos piropeamos mutuamente, contentas; hace casi un año que no nos vemos. Sabe que es la hora de la oración y que a los niños los traerán después. Aprovechamos para preparar sus fichas con los datos que yo ya traigo anotados. Tiene prisa porque ha de acercarse a dos escuelas cercanas, así que no podemos perder tiempo, aunque quedamos para tomar unas cervezas, cotillear y divertirnos el viernes por la noche. Hablaremos con más calma, seguro, de su proyecto, y también del de las demás ONG, que hay muchas, algunas pequeñas como la suya, y otras de más envergadura que cuentan con subvenciones europeas y con contraparte local. A las españolas las conozco casi todas, porque son muchos los voluntarios que se pasan por aquí a saludarme y charlar; algunos no habían realizado un trabajo solidario en toda su vida, y ni siquiera tenían idea de cómo poner en marcha o cómo funciona un proyecto, pero se lanzaron a la tarea al venir en un viaje turístico y toparse de frente con la realidad africana. Sucede muchas veces, a gentes de partes muy diversas: cuando pasean entre estas calles, visitan aldeas, casitas o chabolas, escuelas…, no pueden evitar comparar el mundo que van descubriendo con las condiciones de que disfrutan en sus países sin ni siquiera ser conscientes hasta ese preciso momento en que –quizás compartiendo una humilde comida, un benachin o un domodah, en un patio cualquiera, quizás jugando con una panda de niños sonrientes y felices, quizás tocando los tambores en la playa– toman forma de repente y sus bañeras, bidets y fregaderos con agua caliente les golpean en toda el alma; sus televisiones, aparatos de música, muebles, interruptores de la luz, se convierten en una abominable ostentación que les pesa y les cambia para siempre… Al volver a casa comienzan las colectas, los trámites, los actos solidarios y de difusión, y regresan aquí cada vez más a menudo, cada vez más involucrados, y apadrinan niños, conceden microcréditos para negocios locales, financian proyectos para mujeres –un huerto o un taller de costura–, construyen escuelas y centros de salud…, y entonces a mí me invade esa sensación ambigua, confusa y dolorosa de agradecimiento y rabia, de por qué las cosas son como son, de por qué tienen que venir los extranjeros con su caridad a salvarnos de la miseria, de por qué –aunque a mí también me haya tocado algún saco de arroz y bidón de aceite alguna vez– la necesidad está siempre de este lado y la excedencia del otro. Y entonces odio a los gobernantes, a los poderosos, de uno y otro lado por cerrar los ojos mientras estos voluntarios bienintencionados hacen su trabajo sin que a ellos les importe una mierda la justicia; internacional y local, sólo justicia, no caridad. Y pienso en nuestro megalómano presidente, vestido con su túnica blanca impoluta y su cetro, su tasbih y su Corán en las manos, mientras –en su delirio mesiánico– lanza paquetitos de galletas desde uno de los lujosos coches oficiales por cualquier mísera aldea donde las gentes no tienen ni luz ni agua ni huerto ni arroz ni aceite ni casi esperanzas, y pienso en los presidentes blancos de chaqueta y corbata sentados en sus ostentosos despachos planeando qué hacer con el planeta para que a ellos no se les escurra el mango de la sartén. Y entonces amo a los voluntarios que entregan un trocito de sus vidas para ayudar a los más indefensos, y los vuelvo a odiar por contribuir a perpetuar la situación, y vuelvo a amar por paliar la necesidad extrema e ignorada, y vuelvo a odiar… Y amo y odio, amo y odio, amo y odio este mundo disparatado donde vivimos.
Y, aunque con rabia, no puedo más que alegrarme de que estos niños tengan la escuela, el uniforme, los libros y el tapalapa diario pagados para el próximo curso. Ya se acercan, tímidos, todos cogidos de la mano guiados por Salifou, mientras yo miro nerviosa al camino de la playa. Rosa les va sacando las fotos para sus padrinos y, por fin, yo suspiro al ver llegar presuroso a mi cuñadito Sulayman. Fue a rezar a la mezquita, dice agachando la cabeza ante mi gesto reprobatorio. Es el único chaval de secundaria, el primero. Costó encontrarle padrinos, la gente se conmueve más ante los pequeñines. Su timidez es tan grande que temí que se escondiera, pero al fin Rosa puede terminar todas las diligencias con él y marcharse. Nos abrazamos de nuevo y la veo irse por el camino de arena acompañada por Salifou y todos los niños y niñas pequeños que regresan a sus casas. Pelean por ir de su mano y él tiene que imponer orden y hacer turnos mientras ella sonríe emocionada y les canta en español.
Me quedo sola con Sulayman en la terraza. Lo invito a sentarse y me voy a por una cerveza para mí y un Cocktail –otro refresco local– para él. Tengo que leerle la cartilla. Hace unos meses que vive con nosotros, pero en nuestras circunstancias, con la crisis económica y la temporada de lluvias encima, no puedo hacerme cargo de todos sus gastos. Mama Binta, que es viuda, le trae algo de ropa de vez en cuando y a veces contribuye con algunas lechugas de su huerto, bonga fish –el pescado más barato del mercado– y, sobre todo, sus aguas y amuletos mágicos, que nos hace ponernos a todos para protegernos. Nuestra casa tiene problemas de agua y electricidad, pero es más grande que su chabola del pueblo, al menos tenemos un baño europeo y una cocina techada, los de ella son dos vallados de bambú en el patio de tierra –la cocina con unas planchas de metal corrugado como techo y el aseo con una letrina a cielo abierto–. Y, además, contamos con un cuarto independiente con baño propio en el jardín, ideal para Sulayman, aunque tenga que ducharse, como nosotros, con barreños de agua que Lion trae de la mezquita. A él le parece un palacio y Mama Binta está encantada de que su hijo más pequeño esté bajo mi supervisión, dice que así se concentrará en los estudios y se alejará de las malas influencias de su barrio, los muchachos que se pasan el día fumando porros por las esquinas y persiguiendo tubaabs –gente blanca– por las áreas turísticas. Pero a Sulayman, aunque quiere ser informático, no le gusta demasiado estudiar, así que aprovecho el momento para explicarle la importancia de que Rosa lo haya incluido en el proyecto teniendo ya dieciséis años. Por el respeto que debe a los mayores, no le queda más remedio que aguantar mi perorata sin rechistar mientras me sirvo una cerveza tras otra y le prometo que, si se esfuerza, le enseñaré el idioma y trataré de que pueda ir a la universidad en España. Ahora sí sonríe contento y yo suspiro sabiendo que será casi imposible.
Lion, que está haciendo limpieza en la cocina y el jardín trasero junto a los muchachos, lo llama a gritos para que queme las malas hierbas y la basura y él, acatando las órdenes de su hermano mayor, aprovecha para zafarse de mi monserga no sin antes prometerme, con grandes gestos de respeto, que se esforzará al máximo, Wallah!, jura por Dios.
Me traslado entonces, y con una nueva cerveza, al jardín de la playa y me siento a una de las mesas de troncos de árbol bajo el techado de paja que construyó Lion con sus propias manos y que tendrá que reparar después de las lluvias. No han cortado la electricidad todavía, así que canto, cada vez más alto, y balanceo la cabeza al compás de la música jamaicana que suena, y casi grito con el puño en alto cuando sale Buju Banton con su I wanna rule my destiny. Los chicos se ríen y me jalean mientras colocan las sillas de plástico delante del bar, a unos metros de mí. Ya está oscureciendo y dan por terminada la tarea para sentarse, como cada tarde, a charlar y tomarse su attaya, el té que preparan en un hornillo de carbón y que sirven en vasitos minúsculos. Después del último rezo continuarán ahí en corro durante unas horas con el mismo ritual. Algunos, como Boy Pulo y Edrisa, que son extranjeros y no tienen casa, dormirán aquí, en el cuarto de las hamacas, y comerán tapalapa –la barra de pan local– con margarina, es todo lo que podemos hacer por ellos. Y mi alma, como el día, se oscurece porque sé que todo esto se está acabando, que la batalla que libramos contra la crisis y la corrupción está llegando a su fin y que pronto no seré capaz de hacerme cargo de todos nosotros, de nuestras familias.
Cuando cortan la luz y me quedo sin el soporte de la música me hundo en la negritud de la noche y hasta que mis ojos no se acostumbran a la oscuridad no distingo la enorme luna llena sobre el mar iluminándolo todo, la playa solitaria y mágica que nos cobija. Resoplo angustiada y, cuando por fin veo acercarse a Lion, que también ha finalizado las últimas oraciones del día, le hago señas con el brazo trémulo en alto y la cabeza balanceante, beer kiling, please, beer kiling!, ¡una cerveza, por favor, una cerveza! Él sonríe y sacude la suya –su cabeza de esmeradas rastas– a ambos lados, pero se trae una también para él, una Stout, que es más fuerte. Ha comenzado a rezar hace muy poco, después de la época de rebeldía juvenil, pero aún no se siente capacitado para lidiar con el alcohol. Se sienta a mi lado y yo coloco mis piernas sobre sus muslos. Ese vaquero le sienta muy bien, aunque la camisa –de tela de saco con flecos– sin costuras laterales, que deja al descubierto su torso liso y recio, no es buena idea para estas horas de la noche en que los mosquitos nos acribillan. Bah, ¿a quién le importa?, yo también llevo las piernas desnudas con mi minifalda y aquí estoy, bah, que me acribillen, que me acribillen todos los mosquitos del mundo, ¿a quién le importa?, que me acribillen el alma, déjalos que me acribillen…
Lion me mira y me sonríe en silencio. Me acaricia las piernas. Yo tengo la certeza de que todo se está derrumbando.
Y así es.
En menos de un año estaré en la España de los recortes y los indignados, al otro lado de las alambradas, pero otra vez del lado oscuro, en la cola de los emigrantes retornados. Y en menos de dos sabré que mi cuñadito Sulayman ha muerto de malaria.
OPINIONES Y COMENTARIOS
comments powered by Disqus