Como se echa en la playa un cansado

Como se echa en la playa un cansado

Ángela Iglesias

31/08/2014

Me llamo Sámara, que significa semilla alada. Me hiela la realidad. Soy una joven sin futuro de futuro prometedor, que vive en tiempos de cambio. Tal es el dinamismo natural. Menos mal que puedo concentrarme en respirar. Lejos de los atardeceres del templo de Debod y de todos sus indigentes insomnes, concentrarme en una plenitud que no conozco más allá de una ballena que se sumerge, ante nosotras, entre amigas, hacia el fondo del mar o una mariposa de alas transparentes que se posa en mi nariz ante la mirada de un amado, la comunión de mis brazos con los bebés del mundo o el aire delicado de alta montaña; el aroma del romero me ayuda a recordar, respira, respira. Me duele Gaza y Siria y el mundo entero, yo no se si esto es normal. Acumular tanto dolor no puede ser bueno. Me duelen las selvas devastadas, las comunidades desplazadas, las especies amenazadas, el polo norte, la isla flotante de basura en el Pacífico, y también la basura espacial, los desplantes y egos a pie de calle, las miradas aberrantes. Hay que respirarlo. A veces en las retenciones del espirar, siento el vacío y puedo concentrarme en abrazar al mundo entero y llorar tranquila en los brazos de mis hermanos muertos.

Los años sistémicos nos van matizando rasgos. Se va perdiendo, sino se cuida, la inocencia original. Nacemos humanos, somos animales domesticados por el sistema. Sistémica y sistemáticamente nos van homogeneizando. Nos vamos quedando, sino nos rebelamos, sin recursos emocionales a lo largo de los años. Las estructuras rebasaron los umbrales de su vida útil. Ya no nos sirve la economía del siglo XIX. La psicología está cambiando mucho y no adaptamos el modelo socioeconómico a todas las facetas de la realidad. El todo nos mira asombrado, con todas sus caras polifacéticas. Nada tiene sentido sin los árboles, por ejemplo, la humanidad no tiene sentido sin las personas. Cada vez que cae un muerto que no ha sido llamado por la naturaleza, algo en nuestro todo compartido muere. Ya nadie se acuerda del todo compartido; todo son circunstancias individuales. Así ha ido trabajando el sistema a través de las décadas. Hace falta volver a los orígenes, llorar sin saber por qué para limpiarlo todo. Como cuando Berta nos invitó en el parque de El Retiro a desplomarnos sobre el suelo en homenaje a los árboles caídos. Qué regalo. Con qué decisión me dejé caer, no como humana sino como árbol, y con qué sinceridad respiré la tierra y lloré sobre el suelo, conciliando tal vez un dolor antiguo de bosques y bosques, de selvas vírgenes, de seres oxigenadores ultrajados, con qué necesidad sentí llorar a mis raíces profundas y quebrarme yo toda, sin permiso. Con qué estupor sentí la compasión por lo humano.

Hoy estuve hablando con Iñaqui, llevaba 8 años en la calle. Había creado su propio trabajo desde cero a la izquierda, ninguneado como tantos; pintaba con soltura abanicos con técnica depurada; ramas de cerezo, de álamo, campos de flores, atardeceres, sargantanas, espirales, fractales. Unos 10.000 abanicos había pintado en esos 8 años. A 10 euros cada uno, un total de 100.000 euros en 8 años, riñones doloridos, vista cansada. Muchas deudas. Un empresario en la calle, con la barba cana y el cabello libre, ha comprendido que el espíritu de los ochenta no era sostenible, así lo ha ido comprobando su compañera Ana a su lado, vendiendo abanicos estampados, argentina ella. Me gusta el modo en que se tratan y cómo reciben a las personas que se acercan a curiosear los abanicos, la mayoría turistas del todo incluido que de camino al museo del Prado no miran ni compran, pero a veces a la vuelta si. Dice Iñaqui que sus abanicos están conociendo el mundo entero, lo dice con cierta nostalgia, pero también con cierta esperanza en los ojos. Agradece que alguien se interese de verdad por él, lo muestra compartiendo su esencia, sus detalles estilísticos, sus técnicas estrella. Artesanos. Los oficios ya no son como eran. No sabiendo los oficios, los haremos con respeto, versaba León Felipe en Romero Solo. Iñaqui, de hecho, no era artesano, empezó tímidamente por necesidad y se sintió a gusto en ese respeto. Desde luego, muy emprendedor. Lástima que tantos empresarios hayan ido a la ruina mientras rescatábamos banqueros (de ese oficio obviaré hablar). Menos mal que puedo concentrarme en respirar. Lejos de los atardeceres del templo de Debod y de todos sus indigentes insomnes, residentes de verano en el parque, y de todos los transeúntes y visitantes, informes. No se toma forma, no se definen las gentes. Si no nos definimos, acabamos en narración ajena, es esa la naturaleza. Presa o depredador, somos cadena trófica, o atrófica. Somos base y lo sabemos, ni siquiera llegamos al plato del predador, hay un montón de intermediarios por medio, y lo más sangrante es cuando nos comemos entre nosotros. Hace falta más espíritu colaborativo, más gasas, muchas más gasas para cubrir muchas más heridas. No podemos gastárnoslo todo en gasas, hay que respetar los presupuestos generales del estado, y no son gratuitos, bien cara nos sale la defensa y encima nos ofenden los defensores. Dice Iñaqui que más de una vez la policía le ha hurtado un puñado de abanicos por el morro, así como suena:

–  Oye, tú, dame esos abanicos. Vamos dámelos.

Es casi un “a mano armada”. Estupor de Iñaqui, es especial la primera vez. Dice que la experiencia merece el desencuentro, sólo por comprender ciertas bajezas humanas, sólo por prender luz en ciertos rincones oscuros.

–  Que me los des te he dicho, estás sordo?

La cosa no quedo ahí, por supuesto que Iñaqui les dijo cuatro cosas bien dichas, pero vamos, que se llevaron los abanicos. Y esa no fue la peor, que otra vez le han llevado la tela entera (con unos 6 o 10 abanicos) aún después de oír a Iñaqui decir.

–  ¿Eres consciente de que te quieres llevar mi sustento de la semana?

No son sólo los maderos, es generalizado. No somos conscientes. Vivimos como en sueños a veces, o quien sabe si siempre. Soñamos nuestros deseos mientras transcurrimos por el camino de los satisfactores falsos. Somos unos 7000 millones de seres humanos compartiendo un planeta habitable y bello como él sólo. La pobreza lejos de decrecer, se extiende, como la epidemia del expolio, que alcanza a 1000 millones de hambrientas. Me suena el estómago, lo dejo sonar. Quiere conversar mi estómago con los estómagos hambrientos que rugen en el seno maternal. Me gusta detenerme en esos pequeños detalles.

Iñaqui escucha con atención mientras golpea con pinceladas rojas sobre las variilas de un abanico negro. Le gusta hablar. Me lo imagino sin barba, sin arte, lo percibo entonces como a un extraño, a un fuera de si, a un sin calle. Es extrema la pobreza de quien se puso a sacarle fotos y, ante su negativa, le dijo:

–  ¡… pero tu eres ilegal! … y yo tengo derecho a hacerte fotos, yo pago mis impuestos.

Las leyes nos atan, nos tejen como a nudos que forman un tejido. Ya pasaron los tiempos de la seda y del algodón 100%. Ahora los tejidos son sintéticos y se pierde una en las composiciones y en las mejoras industriales orientadas a la máxima productividad y “oligobeneficio”. En tiempos de crisis energética la energía que más necesitamos aprovechar es la energía humana, y es justamente este modo de desatendernos unos a otros, lo que más nos agota, lo que más nos desvincula, lo que más nos entristece y nos hace tristes. Tenemos ilegalizadas gentes en muy diversas circunstancias. No comprendo los mecanismos del engranaje del gran aparato en cuyos componentes y entresijos se desarrolla la vida que conozco, más allá de los atardeceres del templo de Debod y de todos sus indigentes insomnes. No empatizo con quienes ponen en el otro la frontera de lo permitido, permitiéndose a si mismos un juzgar que está de más en los albores de la justicia. Las personas pasan alrededor y me duele ver cómo más allá del arte que descubrió Iñaqui en si mismo por necesidad, más allá de las manos temblorosas que alcanzan el pulso equilibrado a pincelada limpia, sólo posan sus ojos en los abanicos que puedan ser objeto de su consumo. Porque otra cosa hay y es que uno puede también puede abanicarse con un periódico en mano, que es lo más instintivo del mundo, de toda la vida, para refrescar y para mantener a moscas y mosquitos a cierta distancia. Me pregunto por qué vamos relegando al instinto a un lugar deshabitado, por qué vamos desaprendiendo las habilidades naturales y restándole amabilidad al mundo. El bienestar o es compartido o deja un poso de culpa. Los seres humanos y todo lo que nos rodea estamos interconectados, tal es la potencia de la vida y tanto nos cuesta pasar al acto. He estado largo rato conversando con Iñaqui y, aunque no le haya comprado, él se siente agradecido. También lo estoy yo. El tiempo de todos vale lo mismo, el tiempo lo es todo. Ya lo decía Sampedro “El tiempo no es oro, el tiempo es vida”.

La calle no es el mejor lugar para trabajar, aunque tenga sus ventajas; no se goza de tanta libertad en la oficina, pero tampoco excretar es un asunto que uno pueda resolver de inmediato en la calle, de un Madrid agostado y decadente, ya sea en 2014, por ejemplo. Las inclemencias se suceden año tras año, el cuerpo va acusando los fríos y los calores, a pesar de que se haya desarrollado una climatología interior más o menos estable, como la crisis. La calle es dura y va marcando a la gente, la calle no es un lugar, es un estado entero lleno de rabia, de estupor y estupidez, de congoja, de hambre contenida, de encuentros y desencuentros, de vuelta y de ida. De amor. Iñaqui no la eligió como tal, la calle, se echó a ella, como se echa en la playa un cansado, y se queda dormido, durante años, no sabiendo si sueña despierto o dormido.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS

comments powered by Disqus