Manuel se acerca a abrir la ventana, a pesar de saber que hace frío y que una de las niñas incluso está resfriada. Siente que se ahoga, al igual que todas las tardes como esa, como todas las noches, mañanas y días enteros con sus horas intactas. A través de la ventana ve el camión de la mudanza de la casa de enfrente, vecinos que se mudan a ella, qué ironía mirar ahora desde este lado otra vez y ver convertido en pesadilla lo que antaño fue un sueño.

Cuando niño miraba desde esta ventana muy a menudo. Entonces no existia toda esa barriada del otro lado de la calle, entonces eran árboles y campo que se extendía ante lo que a sus ojos y piernas de niño parecían un mundo libre sin fín, sin problemas, sin desengaños, sin mentiras y sobre todo, sin hipotecas. A sus hijas les costaba entenderlo , » ¿y entonces aquí que había papá? ¿no había parque?- No, contestaba él, pero todos los niños jugábamos al igual que jugais aquí ahora vosotas, pero en el campo, sin vallas, pero entonces no pasaban coches y no había peligro».

Su madre, sentada en la butaca en la que se ha sentado siempre se revuelve un poco en su vieja manta al sentir que una brisa de aire invernal está calando en la casa, en sus viejos huesos. La ve más mayor y aún así más guapa que nunca, en su duermevela continuo, como si esperase con una sueve sonrisa la visita de la muerte que nunca llega. Se pregunta si su madre le perdonará o si acabará arrastrándola al fondo de ese precipicio que tanto desea . Su padre murió hace unos años y desde entonces ella quiere ir con él.

Padre, cuánto le añoramos todos -piensa- perdóname por lo que te pedí…

Sebastian fue un hombre imperturbable, digno, trabajador y honrado con todo el mundo y en especial con su familia. Trabajó desde los catorce años en la construcción y nunca le había faltado el trabajo hasta que comenzó esta maldita crisis. Al principio no se lo creía, él pensaba que siempre había existido épocas de poco o mucho trabajo, pero que a él, que lo conocía todo el pueblo y que se lo habían «rifado» las empresas locales no le afectaría. Con el tiempo se dio cuenta de que la cosa iva más en serio de lo que él creía y se vio dando tumbos de un trabajo a otro hasta que un buen día no encontró ninguno más. Al paro.

Manuel siempre había trabajado con él también desde muy joven, siguió el oficio duro de su padre a pesar de que este siempre le aconsejó que estudiara y se buscase algo mejor en la vida. Pero en unas vacaciones en el instituto, cuando comenzó a trabajar con él y vio que ganaba dinero con facilidad, a sus 18 años le pareció la mejor idea. Para entonces también había conocido a Yolanda y planeaban un futuro juntos. Debió hacerle caso, aunque nunca se consideró un buen estudiante, tal vez las cosas hoy serían diferente, tal vez.

Su padre por suerte se había construido la casa desde su juventud, poco a poco, como lo hacían antes todas las parejas del pueblo, así que no tenía nada que deber a ningún banco. Menos mal. Claro que aún así, después de haber trabajado toda la vida, Sebastian se sentía como un objeto obsoleto en la sociedad a sus 57 años, como si ya no valiese un duro. Comenzó a envejecer rápido, al mismo tiempo que los días sin embargo se le hacían interminables, de largas horas sentado viendo la tele, o dando pequeños paseos por las mañanas, solo el poder disfrutar de sus hermosas nietas y tener tiempo para ello le aliviaba.

Manuel se sienta otra vez en el sofa, son las seis de la tarde, y ya no sabe lo que hacer, bueno sí, eso. No le queda otra. Ha estado toda la mañana buscando trabajo, o más bien dando tumbos, porque se ha recorrido tantas veces ya los mismo sitios que ya no hay ganas ni de buscar. Se ha levantado temprano, ya no por no ser perezoso, que nunca lo fue, sino más bien por ese dolor agudo que se le clava en la nuca cuando lleva horas despierto con la cabeza sobre la almohada, es agotador, es fatibable, pero hace ya muchos meses que no consigue dormir bien, y encima, con esa idea en la cabeza.

Yolanda se ha acercado a la nevera, esa cueva helada y vacía que solo les recuerda la triste situación. Coge el cartón de leche para dar de merendar a las niñas mientras su ánimo se va desplomando en silencio al comprobar que solo habrá para una, y tendrá que ser para la pequeña, Carlota, que está enferma. Apenas logró esta mañana rascar algo de dinero para ir a comprar sus medicinas. Se mira el matrimonio a los ojos, no hace falta articular palabra para decirlo todo, esa desesperación infinita que no quieren manifestar ante sus hijas,y a pesar de todo, ella le sonríe. Así es Yolanda, se mantiene en pie en este barco al que atiza la fuerte tormenta y nunca se queja, siempre lucha, Manuel no sabe si él tiene tanta fuerza…

Yolanda siempre fue así, hija al igual que él de una familia obrera y humilde, trabajó duramente mientras se pagaba ella misma sus estudios ya que en su casa no se lo podían permitir. Luchó con uñas y dientes por conseguir su sueño de ser Educadora Social. Siempre con su mano extendida al mundo, siempre con el corazón abierto por ayudar a los demás. Fue voluntaria en muchas asociaciones y ONGs hasta que consiguió tras licenciarse conseguir un trabajo en una asociación con niños discapacitados, no ganaba mucho, pero trabajaba en lo que había soñado. Poco a poco…

Cuando se conocieron ella estaba terminando los estudios y se enamoraron enseguida, fue un amor fresco y puro. Soñaron con esa fuerza que da el poder de la juventud, imaginando la sencillez de un hogar, un futuro incierto pero maravilloso que seguro les esperaba.

Y ese futuro mil veces imaginado, aunque no tan sencillo, llegó.

Era soleada la mañana que firmaron la compra de su nuevo mundo, una casita preciosa al otro lado de la ventana, el barrio que vio crecer a Manuel. Hacía calor la mañana que su padre, viejo padre que ya no está, les avaló con su propio hogar para abarcar sus sueños. Una soleada y calurosa mañana como esta tarde que empieza a quemar.

No tardan demasiado los sueños de la gente humilde en tambalearse, primero perdió él su trabajo, después Yolanda, y tras duros meses de no pagar la hipoteca, se vio obligado Manuel a cruzar de nuevo la calle, esta vez, de vuelta a casa de sus padres con su pequeña familia. Saldremos de esta, se decían.

Lucha Yolanda, y se levanta cada mañana para hacer la misma cola que en sus años de voluntariado en la Fundación, es la misma cola pero el extremo opuesto, ahora recibe comida donde antaño la repartió. La sonrisa sigue siendo la misma, pero la tristeza que habita en ella también cambió de motivo.

Cierra los ojos Manuel, los siente irritados, cansados, como su alma. Fueron solo dos chiquillos que creyeron poder construir su nido en estos tiempos extraños, como tantos, como todos los que ve por la tela que deshaucian, que vuelven a casa de sus padres, y al igual que ellos, a vivir de la pensión de los abuelos como buenamente puedan.

Saldremos de esta, se repetía. Ahora no.

Se levanta del sofa, mira a su madre, mira a sus hijas y a su mujer y sube las escaleras hacia el viejo y destartalado desván. Se sienta en el suelo lleno de polvo y rescata de debajo de una tabla medio rota el sobre doblado. Ahí está, su insomnio, su dolor de nuca. No ha querido decirle nada a su madre, por no verla llorar más, ni a Yolanda, no quiere obligarla a hacer aún más grande su esfuerzo de mantener la sonrisa. Ya le ha dado demasiadas vueltas, ha escuchado que algunos han logrado así salvar a su familia. Les van a robar la casa también de este lado de la calle, la casa donde nació él, allí donde nacieron sus tristes sueños. No lo puede permitir, no por haber pedido a su padre que le avalase con lo único que tenía. El seguro de vida, esa es la salvación, la última carta.

Se incorpora temblando, nunca supo de que lado estar ante los que hacían esto, ante las personas que decidían que la vida ya no valía la pena y que era mejor para todos y para él mismo quitarse la vida. ¿son valientes? Hay que ser valiente de verdad para hacerlo, hay una fuerza demasiado poderosa e innata que brota desde lo más hondo de todo animal, la supervivencia. Pero está la mente, la que nos taladra. ¿Son entonces quizás unos cobardes los que lo llevan a cabo? Tal vez siempre haya otra solución, pero Manuel ya ha decidio que no la hay.

No sabe si por valiente o cobarde se sube a una mesa escritorio que fue suya de pequeño, tantas veces dibujó sobre ella … ahora dibujará su final. Se saca la cuerda que guardaba en el bolsillo, que le quemaba en el bolsillo…

Yolanda le llama desde abajo, imperiosa, comienza a escuchar su voz al igual de extraña que se escucha en los sueños. Como si no hubiese ocurrido nada, como si despertase de una pesadilla que no logra recordar, baja las escaleras.

Pero esa noche, al igual que todas las noches que vendrán, Manuel se acuesta y no puede dormir porque sus sueños ya se agotaron y nunca más podrá volver a hacerlo. Y esa noche, al igual que muchas que han pasado y muchas que vendrán, se acordará de su sitio en el desván y se repetirá, MAÑANA.

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