Aunque sabe de sobra que no vendrán antes de las diez de la mañana, Ingrid casi no ha podido dormir esta noche. En cuanto ha notado que entraba luz por las rendijas de la persiana, se ha levantado y se ha puesto a vigilar la calle. No sabe cómo vendrán. No sabe si llegarán en coche o andando. Todos juntos o por separado. Si serán discretos o si montarán un dispositivo especial como a veces le ha parecido ver en la tele. Ahora mismo, enfrente de su portal para un camión de basura. Con una especie de grúa levanta uno de los contenedores, el verde. Unas cuantas botellas, en lugar de caer dentro del camión, caen al suelo. Todas, menos una, se hacen añicos. 

Ingrid mira el reloj y se dirige hasta la habitación de su hijo.

−Venga, Carlitos, arriba –dice y le levanta la persiana.

−¿Ya es hora de ir al colegio? –pregunta su hijo.

Lleva puesto un pijama de Spiderman. Le queda pequeño, como si el niño hubiera crecido durante la noche. Se nota, sobre todo, en los tobillos y las mangas.

−Ya te dijo ayer que hoy no ibas a ir al colegio.

−Pero Mamá, hoy tengo un control.

−Bueno, no te preocupes, yo le escribo una nota a tu profesora y le explico que estás enfermo.

−Pero si no estoy enfermo.

−Lo siento, Carlitos, pero hoy no vas a ir colegio.  Te pongas como te pongas. Mamá te necesita aquí. ¿Lo entiendes?

−No. No lo entiendo. ¿Por qué miras tanto por la ventana?

A Ingrid no le apetece explicar a su hijo que lleva mirando por la ventana ya unos cuantos días. Desde que llegó el aviso. Mira por si acaso. Por si vienen antes. Aunque sabe de sobra que no era el día, ni la hora. Bueno, piensa, hoy ya es el día. Aunque todavía, no sea la hora.  Suelen ser bastante puntuales. La otra vez, al menos fueron puntuales.  

En la cocina prepara el desayuno. Para ella un poco de café. Solo. Para su hijo, mezcla en un cazo un poco de agua con el resto de la leche que quedaba en el tetrabrick  y la calienta. Cuando comienza a hervir,  vacía el cazo en un vaso, le echa un par de cucharadas de un cola-cao de una marca blanca y le da vueltas con una cuchara hasta que los grumos de chocolate quedan disueltos.

−Mamá, me has dejado más galletas.

−Bueno, hoy, no hace que te comas sólo tres. Puedes comerte las que quieras.

Desayunan en silencio. Ingrid espera que esta vez también vuelva a suspenderse. La otra vez lo logró porque se negó a marcharse de forma voluntaria. Se encadenó a uno de los barrotes del balcón y, a cambio, consiguió casi cinco meses de plazo y que le llamara el director de la oficina de su banco.

−Señora, comprendemos muy bien su situación –le dijo el director−. Por eso, desde arriba me han autorizado para que, excepcionalmente, le ofrezcamos la dación en pago. ¿Sabe lo qué es?

−Sí. Yo les entrego la casa y para ustedes se acabó todo.

−Bueno, más bien es que a cambio de renunciar a la propiedad de su inmueble, queda cancelado el préstamo hipotecario que tiene suscrito con nuestra entidad.

−Y después, ¿qué?

−Y después, se acabó todo, como usted ha dicho.

−No, no se acabó. ¿Me voy a vivir con mi hijo debajo de un puente?

−No quiero más –dice su hijo.

−Pero si sólo has comido tres galletas –dice Ingrid.

−No tengo más hambre.  

Ingrid se acerca, abraza la cabeza de su hijo y le da un beso.

−Carlitos, tengo que decirte una cosa. Aunque veas que Mamá hoy hace cosas raras, tú estate tranquilo, Mamá, te quiere.  No lo olvides.

Ingrid se acerca de nuevo a mirar de nuevo por la ventana. La abre y asoma un poco el cuerpo, para comprobar que todavía no hay nadie entrando en el portal. Mira el reloj. Aún no son las diez. Se va al baño. Busca en el neceser su equipo de restauración, como solía llamarlo cuando se maquillaba en el tren de camino al trabajo. Apenas le queda barra de labios, pero aún así, consigue rebañar un poco de carmín con el dedo y se lo extiende por los labios. No le queda pote, ni tampoco colorete, pero lo que sí tiene es un poco de sombra de ojos de un color azulado que nunca le ha gustado y rímel, mucho rímel. Después de pintarse como puede, contempla ante el espejo el resultado. Se siente un poco  Minie Mouse versión putón. Sonríe. Por primera vez en varias semanas, sonríe.  

Oye cómo se rompe un cristal y corre hasta la cocina.  

−Se me ha caído el vaso  −dice su hijo.

−¿Qué estabas haciendo?

−Quería fregar.

Suena el timbre. Ingrid  abre uno de los cajones y coge el cuchillo más grande que encuentra. Después, le pide a su hijo que se acerque y se lo coloca en el cuello.

−Tú, tranquilo, mi amor. Es lo que hemos hablado antes, Mamá te quiere. No te va a hacer daño. Esto es sólo un juego, ¿vale? Un juego que tenemos que ganar los dos. ¿De acuerdo?

Insisten llamando. Ahora ya no es el timbre. Ahora son puñetazos en la puerta.

−Juzgado –le parece oír. Aunque tal vez, hayan dicho Policía.

Paran los golpes. Oye un taladro. Cuando deja de sonar, algo metálico cae al suelo. Un grupo de personas entra corriendo en la casa. Ingrid sabe que los están buscando, hasta que los encuentran.  

−Suelte ese cuchillo –dice un Policía.

−Mato al niño. Cómo no os vayáis inmediatamente de mi casa me lo cargo –grita Ingrid.

−Señora, usted. tranquila. Esto no es tan grave –dice alguien. A Ingrid, le suena. No está segura, pero cree que es el Procurador del Banco. O, quizá el Abogado. Qué más le da. 

−¿Qué no es tan grave? ¿Qué queréis? ¿Que me vaya a vivir debajo de un puente? Antes mató a mi hijo y después me mato yo.

−No está todo, perdido, señora –dice otro de los Policías. No sabe cuántos han entrado, pero por los menos hay tres o cuatro policías, dentro de su cocina.

−No, claro, para vosotros es muy fácil. En cuanto volváis a casa, lo olvidáis todo. Sólo seremos alguien más que echáis a la puta calle.

−Se le dio la oportunidad de la dación en pago –dice el Procurador o el Abogado o quién fuera aquel tío vestido de traje.

−Sí, claro. Ahora el banco me va a ofrecer dormir en su cajero.

−Sea razonable.

−Esa es la solución que seguro que ahora me dan. Alquiler social en el cajero. Calentito en invierno y con aire acondicionado en verano. Podríamos, incluso, si se va a quedar mucho tiempo, hablar lo del jacuzzi.  Lo único que, claro, tengo que tener cuidado.  Como es un local abierto al público, no puedo ir vestida como me dé la gana, porque por las mañanas, no va a parar de pasar gente.

−Todo, tiene solución, tranquilícese –dice una mujer. Ingrid no sabe quién es. Lleva una carpeta, por lo que no descarta que sea alguien del Juzgado.

−¿Qué solución? ¿Me va a dar alguien trabajo? ¿Me vais a dar vosotros un puto trabajo? Cabrones de mierda.

Un policía le apunta con la pistola.

−Eh, eh, tranquilo −dice la que podría ser del Juzgado −. Delante de mí,  no se saca ningún arma. Lo podemos solucionar hablando.

−Lo siento, señora. Pero la hora de hablar ya se ha acabado. Suelte ese cuchillo. 

−Mamá.

−Suelte ese cuchillo o disparo.

−Mamá.

Carlitos tira de nuevo a Ingrid de la manga. Es la segunda vez.  

−Suelte ese cuchillo. Es la última vez que se lo digo.

−Mamá, mamá. Vamos a dejar este juego. Hemos perdido.

Ingrid deja caer el cuchillo al suelo. Primero cae de punta, luego da un pequeño bote, hasta que cae finalmente de lado. Desfallecido. Un Policía aprovecha para arrancarle a su hijo de las manos, mientras otros dos la empujan contra el suelo.

Carlitos grita.

−Mamá, mamá.

A Ingrid, la tumban bocabajo. Mientras uno de los policías le coloca una rodilla en la espalda para inmovilizarla, el otro aprovecha para ponerle las esposas. Es la primera vez que la detienen. No sabe si al caer, se ha roto algo. No siente nada. Sólo que el suelo está frío. Ve los pies de todo el mundo alrededor. Botas de policía. Zapatos castellanos. Zapatos de tacón. Eso, ha sido un fallo, piensa Ingrid. Tenía que haberse puesto zapatos de tacón, pero llegaron demasiado pronto. Quizá, hasta puede que un poco antes de las diez de la mañana. Bueno, piensa Ingrid, como dice mi madre, de aquí ya no puedo caerme. A unos centímetros de su cara, descubre los restos del vaso de cristal que se le cayó antes a su hijo. Unas botas de policía están muy cerca de los cristales.  Se desplazan un palmo y los pisan.

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