Justo al atardecer, cuando quiso pedir agua supo que no podría hablar. Recordó, entonces, que aún era de madrugada cuando él y ocho campesinos fueron despertados por los gritos y amenazas de militares furiosos, esposados y llevados en camiones de carga lejos de sus hogares. En ese preciso instante sintió una infinita tristeza que lo acompañaría hasta el día de su muerte. Era una sensación de pérdida y soledad inexplicable.
Y aunque desde esa madrugada le obligaron a trabajar más de doce horas en la construcción de carreteras en las zonas más frías de Los Andes, lo que él no soportaba era vivir lejos de Basilia; esa jovencita que con su belleza, su garbo y sus largos cabellos negros le estaba robando no solo el sueño, sino también el habla.
Nunca fue un cobarde ni un endeble, pero de pronto, ese hombre recio y acostumbrado al trabajo extenuante, empezó a soñar con huir de sus captores. Una noche, al verse libre de la custodia policial, emprendió el regreso a casa. Después de caminar lo más rápido posible por varias semanas, comer frutos de molles y tunas y beber agua de río; una tarde por fin llegó a Pataypampa. Apenas sintió que el habla le volvía, gritó para que todos le escuchasen: “¡He vuelto!”; y en ese instante, en nombre del amor verdadero, mi abuelo materno raptó a mi abuela.
Rufinito, así se llamaba él, no era más que el hijo bastardo de Cristina Apaza. Basilia, en cambio, era la única hija de la familia Sánchez Barrientos. Los ricos de ese distrito ubicado en Apurímac, en la Sierra Sur de Perú. Rufinito Apaza, tenía 23 años de edad y mi abuela Basilia, 16. Ambos, enamorados, huyeron hacia la casa de la campesina madre soltera que era, en ese entonces, mi bisabuela materna.
-“Papito, ellos segurito te llevan a prisión. Te lo ruego, por Taita, Dios”, gritó casi llorando, casi suplicando, mi bisabuela.
Ante la férrea negativa de Rufinito, mi bisabuela, entre temerosa y corajuda, se los llevó a rastras de regreso a la casona de los Sánchez. Los padres de Basilia, resignados y sin la arrogancia de otros días, aceptaron el amor de esos jóvenes que prometían quererse por siempre.
Casada e instalada en su nueva vivienda de adobe y cocina a leña, en Totorapampa, un caserío de apenas 30 familias, mi abuela Basilia añoraba su hogar y a sus padres. Los extrañó aún más, cuando ellos murieron en un incendio que convirtió en cenizas la hacienda familiar. Esa misma madrugada, las alpacas, las llamas y las vicuñas de los Sánchez fueron robadas por abigeos, que seguro provocaron el incendio.
Aunque, ella juraba que su amor por Rufinito era real, todas las noches lloraba en silencio por ser huérfana, pobre y porque no tenía hermanos con quien compartir su dolor. Años después, lloró aún más, con toda la angustia de una madre, la muerte de sus gemelas fallecidas antes de cumplir dos años de edad. Las enterraron con alegría y dolor, porque en Totorapampa a los niños que mueren (y eran muchos) se les despiden con cantos, aplausos y lloros. Luego como si nada hubiese pasado, van a las chacras a seguir cuidando los sembríos. Claro, mientras se llora, se maldice entre murmullos a ese Dios que no los escucha, que no aparece, que no perdona ni los amores verdaderos; ni oye las oraciones de sus hijos más pobres y menos exigentes.
Una madrugada de primavera, Rufinito, fue llevado nuevamente por los militares a trabajar en la construcción de las carreteras. Recibía solo víveres y una cama para dormir como pago. Todos los viernes, mi abuela recogía los víveres. No iba sola, las esposas de los otros campesinos la acompañaban. Aunque todas retornaban con comida al pueblo ninguna sonreía, solo mi abuela. Ella le contaba a mi bisabuela, que Rufinito le recitaba al oído los mismos versos que la habían enamorado.
– “Me ha prometido que un día conoceremos el mar”, confesaba ruborizada, Basilia.
Aunque mi abuelo fue muy pobre, también fue muy inteligente y mejor alumno de esa escuela rural, donde apenas terminó la primaria.
En un pueblo de quechua hablantes y analfabetos, mi abuelo que leía y escribía correctamente en español, se emocionaba como debería de gozar un tuerto en el mundo de los ciegos. Amaba leer y todos le admiraban más al contemplar ese baúl repleto de libros, bien situado en medio de la casa. Algunas tardes, ruborizado por la mirada atónita de los comuneros, recitaba de memoria párrafos de su obra favorita, El Mundo es Ancho y Ajeno del peruano Ciro Alegría. Su poema más amado era Tristitia, del escritor Iqueño Abraham Valdelomar, pero ese solo se lo dedicaba a mi abuela.
Apenas finalizaron las obras públicas, Rufinito regresó al pueblo y trajo consigo un enorme botiquín de primeros auxilios. Un regalo de los ingenieros, en agradecimiento a esas cartitas de amor tan efectivas en sus conquistas que él les había escrito.
Mi abuelo sufría, como todos aquellos que tenían muertos por quienes llorar, el hecho absurdo de que incluso los resfríos fuesen mortales por no haber medicinas, ni doctores, ni enfermeras, ni postas médicas. Y en esos años aún menos, debido a que un grupo de indignados liderados por un barbudo ex profesor universitario, se alzó en armas y le declaró la guerra al gobierno en nombre de todos los marginados del Perú. A esos, nosotros los llamábamos “terrucos” porque mataban a sangre fría a todo aquel que no colaboraba con sus causas revolucionarias. Vergonzosamente, ellos se autoproclamaron los redentores.
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Un día, no solo los militares secuestraban campesinos.
Un día llegaron los “terrucos” y se llevaron a los jóvenes más fuertes. Pero también se robaron nuestros animalitos. Primero las gallinas y ovejas, después volvieron por las vacas y los caballos. Aun así sobrevivíamos. Comíamos pan seco, papas disecadas que llamábamos “chuño”, quinua, mashua, habas secas, maíz seco y carne seca que mi abuelo llamaba “charqui”.
Un domingo de marzo ingresaron al pueblo muchos “terrucos”. Llegaron como treinta, todos vestidos como nosotros. Hablaban igualito a nosotros, gritaban y gritaban mucho. A mi abuelo, que era el alcalde, lo sacaron a rastras de mi casa hacia la plaza. Lo sentaron en una silla vieja, de madera de eucalipto. No lo golpearon como a los otros. A los otros sí los golpearon primero y los mataron después. No a balazos, ni a cuchillazos, los mataron con piedras. Uno a uno, murieron a piedrazos.
Me asustó ver a mi tío Eustaquio lanzar la primera piedra a don Seferino, tesorero acusado de robo. Lo golpearon tanto que tuvo que confesar que el dinero ya no era suyo: “Me lo he gastado en comprar una vaca. La única que tenía, ustedes me lo han robado”, dijo casi gritando, casi con valentía. El murió primero.
Luego murió Rosa Apaza, mi tía abuela, prima de mi abuelo.
Rufinito, entre lágrimas, gritaba que Rosa era inocente. Lo golpearon.
-“¡Cállate, Rufinito!”—Dijo, uno que ocultaba su rostro. En realidad, todos ocultaban sus rostros.
A mi abuelo, que era querido y respetado por todos, lo dejaron vivir no solo por su bondad y honradez, sino porque era huérfano de padre sacerdote. En la Sierra peruana, los sacerdotes y sus hijos bastardos son intocables, por siempre. Al menos, en Totorapampa sí. Por eso lo llamaban Rufinito, con cariño y no Rufino como fue bautizado.
Mi tío abuelo Donoso, esposo de Rosa Apaza, fue el tercero en morir. Luego fueron asesinados los demás. Todos acusados de soplones y de ayudar a los militares. Esa tarde murieron doce personas en Totorapampa. No hubo velorios ni misas. A todos los enterraron en un solo hueco, muy profundo. Nadie tuvo tiempo de llorarlos, porque esa misma noche llegaron los militares. Nos acusaban de “terrucos”. Decían que todos éramos sus cómplices, nos insultaban, también mataban, violaban y se iban llevándose la poca comida que quedaba.
Poco a poco éramos menos en el pueblo. Familias completas se escapaban a Lima, primero iban a Chuquibambilla y de allí cogían camiones y viajaban sobre costales.
Una noche, mi abuelo nos dijo que debíamos irnos. Que la guerra sería incluso más cruel. Que los odios crecían y que ni el respeto a su padre cura impediría que un día nos matasen a todos. “Vámonos para nunca más volver”, sentenció mi madre. Y así fue.
El tío Eustaquio fue el único en quedarse. Nos dijeron –años después—que era un “terruco” y que murió en un enfrentamiento contra los soldados, en Puquio.
En Lima no había vacas, ni ovejas, ni gallinas, ni caballos, ni sembríos, ni riachuelos. Ni cuevas dónde jugar a las escondidas.
Un pariente de mi abuelo nos llevó a Villa el Salvador. En la inmensidad de ese horizonte, sólo se veía arena y más arena y el mar que estaba al mismo tiempo tan cerca y tan lejos. El sofocante calor hizo que odiase las largas polleras multicolores y las blusas de sedas baratas que vestíamos las mujeres, ese día.
El 3 de noviembre de 1985 murió mi abuela Basilia. Ella extrañaba mi pueblo y su olor a eucalipto. Un año después, Rufinito también murió. Los enterraron cerca del mar, protagonista del poema que los enamoró, Tristitia: “Mi infancia, que fue dulce, serena, triste y sola, se deslizó en la paz de una aldea lejana, entre manso rumor con que muere una ola y el tañer doloroso de una vieja campana. Dábame el mar la nota de su melancolía…..”.
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Muchos años después, cuando ni extrañaba mi pueblo ni recordaba cómo olían los eucaliptos, conocí a Carmen Zambrano. Ella era bajita, usaba pantalones de tela en colores pasteles y blusas en el mismo tono. Su rostro nunca tenía maquillaje como las otras maestras. Tampoco era bonita; tampoco sonreía. Pero yo empecé a reír con ella, porque ella amaba enseñarnos y nos quería. La Zambrano, nos decía, a veces con voz cariñosa y otras con odio, que no teníamos más opción en la vida que estudiar.
Éramos pobres, pero a veces los pobres, que no conocemos otras formas de vida, no somos conscientes de qué tan miserables son nuestros pasos. Tampoco nos avergüenzan ni el polvo en nuestros zapatos, ni el camino de arena y sol que nos conduce a nuestras casas; sin agua, ni desagüe, ni luz eléctrica. Por eso éramos flojos y no nos gustaba estudiar y sacábamos malas notas. Y su curso de Historia del Perú fue el más aburrido siempre, hasta que ella no los enseñó con amor y orgullo. Entonces, aprendimos a admirar a Los Incas, a los Moches, a los Paracas y a los Wankas. Pero, a la vez que descubrimos que el Perú era un país maravilloso, también nos dimos cuenta de que nosotros, los desterrados, no formábamos parte de esa gran nación.
“¡Sólo estudiando!”, gritaba la Zambrano.
Ella, nos obsequiaba palmaditas cuando nuestras calificaciones mejoraban; cuando esos ceros se convertían, poco a poco con su paciencia y amor, en 12, 13 y hasta 20. ¡Máxima calificación!
Aún extraño sus clases sobre nuestros héroes nacionales, esos que murieron valientemente en todas las guerras que perdimos. Ella nos explicaba con vehemencia cómo, los gobernantes de los países vecinos lograron robarnos pedazos de nuestro suelo patrio. Nos decía también que, todas las guerras son absurdas y que la paz debe reinar entre naciones hermanas.
Era severa y amante de la disciplina, pero a la vez la más buena de las maestras, mil veces mejor de las que te sonreían como La Oblitas, olvidable profesora de inglés, que solo se dedicaba a rellenar cupones y a desaprobar a quien osara recriminarle que durante cuatro años, todas sus clases hayan sido solo sobre el verbo to be.
La Zambrano odiaba desaprobarnos. Con ella teníamos muchos exámenes. Existía desde el de recuperación hasta el que nosotros nombramos como “re-ruego”. Todos los días, nos recordaba que no teníamos más opción en la vida que el estudio. Lo repetía tanto, que inconscientemente no los programó.
La Zambrano, enseñaba con tanta pasión la historia de la Revolución Rusa, que realizamos un viaje de dos horas en bus hacia el centro de Lima para comprar libros usados sobre Lenin y Stalin. Leí todos esos libros con pasión y un día me sentí traicionada cuando al despertar escuché la noticia de que Gorbachov– último dirigente de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS)– había decidido terminar con el socialismo y hacer del libre mercado la razón de su economía.
Ese día le pregunté a La Zambrano por qué los pobres no podían ser menos pobres si existía el socialismo y sus soluciones a todo. Ella me contestó que éramos humanos y tan imperfectos que algo tan maravilloso como las ideas de igualdad eran aniquiladas por ambiciones personales, no solo de riquezas sino de poder.
-“Eso es el problema en todo el mundo”, me explicaba antes de decirme: “Tu solo debes estudiar”.
En esas aulas olvidábamos que el Perú libraba una guerra cruel con Sendero Luminoso, grupo terrorista que ya había matado más de 20 mil personas, y que yo en mi niñez llamaba “terrucos”. En esos días temíamos más a la muerte que a la misma pobreza en la que vivíamos.
Justo al atardecer de un Viernes Santo, meses después de terminar el colegio, y cuando ya era estudiante universitaria, el presidente de la República Alberto Fujimori Fujimori, presentaba en cadena nacional a Abimael Guzmán y ocho altos líderes senderistas que habían hecho que, el miedo a morir con coches bombas y cenar a oscuras fuera cotidiano, no solo entre los pobres.
Al lado de ese líder de asesinos estaba Laura Zambrano Padilla, hermana de Carmen Zambrano, mi maestra. Según las noticias Laura estaba encargada de los cobros al narcotráfico por protección.
Al día siguiente, Abimael fue mostrado en cadena nacional. Lo exhibieron como un mono vestido con uniforme a rayas, en una jaula. Aun así, humillado, no dejaba de ser ese barbudo insolente que logró convencer a miles de marginados de que el terrorismo era la única solución a las injusticias y a la pobreza.
Gritaba que era un prisionero de guerra. Ya pocos creían en él. Eran más los huérfanos, las viudas, los lisiados, los sin hogares y los desterrados que empezaron a tener esperanzas de paz con su captura. Todos habían sufrido como consecuencia de sus sueños de ser el redentor del Perú.
Nuestra profesora Carmen Zambrano fue detenida acusada de terrorista. Un año después salió libre, luego de que un párroco franciscano demostrara su inocencia. A sus 66 años, triste y descorazonada, se jubiló y regresó a su pueblo, ubicado en la Sierra de Ancash. Antes de irse para siempre nos dijo: “Mi hermana Laura y los otros nunca tuvieron ninguna opción de ganar, porque mientras nosotros los pobres no exijamos calidad en la educación y justicia para todos, los corruptos que nos gobiernan siempre serán más poderosos e indestructibles».
Ese día me enteré que la Zambrano tuvo que abandonar su pueblo no solo por la pobreza, sino porque su hermana mayor Laura era la cabecilla de “terrucos” y ella no quería unírselos ni formar parte de la denominada guerra popular. Apenas llegó a Lima, supo que quería ser profesora, con la única aspiración de que sus alumnos, convertidos en profesionales, algún día fueran los verdaderos redentores del Perú. Era una soñadora.
FIN
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