Estábamos lejos del pueblo y de noticias, Ricardo me la soltó ahí de sopetón y a sangre fría como diciéndome solívieme esta pena mijo que me parte los huesos, el sopapo me hizo ver estrellas, me nublo la naciente risa, del “quiubo hermano” enseguidita la memoria me empezó a funcionar a mil recuerdos por minuto… el día que me lo presentaron: mucho gusto Ernesto, con ese cantadito que lo hacía a uno sonreír en silencio, unos ciento ochenta centímetros de buenas intenciones, una cara como para que los niños se tomaran la sopa sin problema y un par de piernas nacionales de esas que acompañan a los de una fábrica de malicia indígena encaletada en algún lugar del cuerpo. Ahí empecé a quererlo, por esa facha transparente dispuesto a morirse por los cuentos de uno y de la revolución, Ernesto en las buenas y en las malas, Ernesto leyendo para recortarle ventaja a los Ilustres, Ernesto todo tropel, todo terreno, con esos cuentos de Kalimán, qué!… Ernesto alcalde? Qué hacemos con este compa ahí y todas las maldades que nos quedaron en el tintero, más el conchito que hicimos y nos hicieron felices a pesar de la torturadita y que nos clasificaron raspando el cupito en la historia, para que ah? Yo creo que fue en el segundo capítulo, buscando destino y plata, donde se nos torció el corazón, ahí nos pilló tu suerte, infraganti con los odios en la masa, haciéndole caso a la política de los alejamientos, toca pasarla de agache, y con el dolorcito agazapado, en algún trocito del alma, porque la tristeza entre nosotros es vergüenza y porque el que tenga la pésima idea de morirse, ahora se expone a hacer el oso. Así es la cosa Ernesto, menos mal las funerarias le inventan a uno hasta amigos que lo lloran, descansa en guerra por allá arriba, arma el zambapalo y envíanos el número bendito.
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