Y tú me preguntas por qué me hice voluntario, es difícil responder pero te leeré la anotación de un diario que hacía de adolescente. Fue un día de otoño donde conocí simultáneamente a la mujer de mi vida y reflexioné sobre lo que es una relación de ayuda. Por cierto, mi nombre es Abraham y llevamos Mara y yo veinte años como voluntarios de una ONG de lucha contra el hambre en la ciudad de Madrid.

“15 de noviembre de 1982.

Un grupo de compañeros del Instituto estuvimos en un cine del centro. También vino Borja, que parecía tan excitado como en otras ocasiones, no paraba de moverse, de hablar, nos buscaba para tocarnos. Notaba la cara de desaprobación en los demás, como tantas otras veces; busqué la complicidad del grupo con un gesto amable, desenfadado, les dije que en la próxima película lo pondríamos en el centro y le quitábamos la ansiedad con dulces collejas, reímos, y Borja se tranquilizó, sintiéndonos más cercanos.

Apagaron las luces y comenzó la película, llamada Lo verdadero.

En la primera escena aparecía una sala grande vista con una cámara fija, con pocas mesas, y delante de cada una de ellas una silla, estaban colocadas como si se hubiera diseñado previamente en papel con escuadra y cartabón. En cada silla había una persona y tras la mesa una cola irregular de seres humanos. En el primer plano aparecían dos amigos de pie, ligeramente elevados, hablaban afectuosamente del encuentro, del brillo de sus ojos se desprendía la ilusión de volver a estar juntos tras una larga separación. Pablo, uno de ellos, vivía en Valencia y había vuelto para ver a Carlos, comentaban nombres propios que compartían y coordinaban, Pablo como psiquiatra de un Centro de Salud y Carlos, el otro personaje, como Trabajador Social de Servicios Sociales. Alternaban momentos de entusiasmo por familias exitosas con momentos de decepción por otras familias que se perdían, que se iban. Había mucho ruido de fondo, había palabras que sobresalían, palabras angustiadas que pedían socorro, de la desesperación del hambre, y otras voces entrenadas en la dureza de dar largas, en pedir infinitos papeles, en el no.

Contrastaba la primera imagen del encuentro lleno de felicidad entre los amigos y la siguiente, donde colas ingentes de personas inquietas se desesperaban en un “Vuelva usted mañana” de Larra o en “El proceso” de Kafka, en el encuentro de personas con estómagos vacíos y personas con estómagos llenos de hiel y café por tener que poner continuos límites.

Mara, compañera mía del Instituto, sentada a mi lado, me cogía la mano con naturalidad, una mano cálida, suave menos por sus dedos, que eran ásperos de tanto morderse los pellejos, sentía que mi contacto sobre su piel curaba sus heridas a la vez que me invadía una gran excitación.

La cámara se quedaba  fija en un reloj enorme de pared, marcaba las 3 menos un minuto, el ruido del segundero se adivinaba en un contexto de voces crispadas y noes recurrentes. Pasó así un minuto y ya eran las tres, en ese momento las voces de los noes se pusieron de pie de forma orquestada y con ademanes claros y violentos indicaron la salida a las personas de las colas. Los gritos, los llantos de padres e hijos subían en intensidad, y todos obedientemente se  fueron marchando. Los dos amigos observaban la escena con la misma expresión que la de un dibujo de un niño que se le pide una figura triste. El silencio y el vacío después de tanto ruido era ensordecedor, los amigos no se movían.

Bruscamente se ultrajaba el silencio por los gritos ya no de una masa movida por la desesperación, sino por una familia particular que aporreaba la puerta cerrada y hablaba de decepción por ayudas que no llegan, de enfermedades y de urgencia. La cámara se acercaba a la cara de Pablo que con un gesto de lucidez repetía el nombre de Daniel, un niño que trataba en su consulta. Reconoció la voz de su padre.

Mara apretaba fuertemente mi mano y luego la moldeaba como si hiciera con arcilla una mano nueva, con empeño y amor.

Pablo cogió la mano de Carlos y se dirigieron hacia la puerta ante la mirada de los demás, abrieron la puerta. Había mucha efusividad en el encuentro de Pablo y la familia de Daniel. Se dirigió Pablo a Carlos y le dijo que se fueran a comer todos juntos.

En una mesa redonda sin palabras pero con el sonido de la avidez en el comer con deleite aparecían Carlos, Pablo y Daniel y su familia, sus padres y sus tres hermanos, todos comiendo huevos fritos con chorizo.

Pienso en lo significativo de los sonidos en la película, locuaces de las emociones humanas.

Después de calmar el hambre Pablo comenzó a hablar de su nuevo proyecto laboral, de la ONG que estaba creando con unos compañeros en Valencia. Se planteaban abrir un comedor para las personas sin hogar, sin red familiar. Querían recolectar productos a punto de caducar y tirar por grandes empresas y que fueran la materia prima del comedor, de entrenar a los beneficiarios con la intención de que puedan participar activamente en el proceso, desde la  búsqueda de los productos hasta su presentación en las mesas. Pablo nos hablaba del amor, del dar, del construir redes de apoyo mutuo, de gestos como mirar a los ojos, de coger la mano; también hablaba del inmovilismo, de la obediencia ciega a autoridades incompetentes, del miedo, del parapeto en el discurso del recorte.

Daniel, aunque no entendía ni papa del discurso, espontáneamente y contagiado por el entusiasmo de Pablo compartió que tenía un juguete nuevo, se trataba de un aro gigante que rodaba y le acompañaba por la calle. Lo expresa con esa mirada que visualiza mientras lo cuenta a sí mismo con su aro y con su disfrute, sin nada más.

La tarde se diluía al fondo mientras las figuras de Pablo y Carlos aparecían de espaldas deambulando por calles, algunas con mucho coche y otras con árboles. Al final se alejaba  la figura de Pablo en la búsqueda de un tren que se adivinaba.

Tras varios segundos la pantalla en negro encontrábamos a Carlos en la sala inmensa del principio, sentado en una silla delante de una mesa y de una cola de personas, se repetía machaconamente el murmullo de angustia. En medio de la fila gris brillaba un color rojo, vivo, la cámara se acercó y se vio cada vez más nítido el aro de Daniel, Carlos se levantó y fue a su encuentro, por todos los pasillos de la sala fue rodando lentamente el aro que Daniel hacía girar y Carlos le acompañaba cogidos de la mano. Todos, técnicos y familias callaron y observaban la escena con una media sonrisa que parecía desprender esperanza.

En la última escena de la película aparecían nuevamente Carlos y Pablo, estaban sentados en el suelo de una habitación azul, rodeados de un grupo de personas variopintas, en medio del círculo una mesa con una persona a cada lado, el tono de la escena era cordial, una de ellas ensayaba cómo presentar el comedor popular y la otra jugaba el papel de responsable de una empresa. Espontáneamente irrumpía risa generalizada y contagiosa, cuando el que representaba el papel de defender el comedor por ansiedad equivocó la palabra indigente por indígena. Las risas perseguían al espectador hasta el final de los créditos.

Mara soltó mi mano y salimos del cine con un sabor agradable en la boca. Afuera comentábamos felices la película, reflexionábamos sobre las relaciones, sobre la valentía, ilusionados queríamos buscar un lugar donde pudiéramos sentirnos útiles a los demás. Parecía que todos al unísono nos dimos cuenta que mientras hablábamos en los cuatro costados había personas durmiendo bajo cartones en esta noche madrileña de tiritona.

Mientras esperábamos el autobús Mara se puso a mi lado y me volvió a coger la mano, los demás sonrieron  ante el sonrojo y el calor que sentí en mis mejillas.

Hoy, pienso, quiero que sea mañana para volver a ver a Mara”

Quizá ya ese día sentí la necesidad de gestos pegados a lo más infantil de uno – por la espontaneidad, por la ingenuidad, por la acción antes que el pensamiento- que dinamiten dinámicas repetitivas de indefensión y miedo ante el sufrimiento del otro, y así construir voluntades que organicen a su vez proyectos, y estos creen realidades nuevas.

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