Abriste el portal. El frío de Noviembre ya se colaba por las ventanas viejas de las escaleras. Pasaste la noche fuera. Eran cerca de las 9 de la mañana. Subiste con pesadumbre la espiral de escalones hundidos de tanto arrastrar historias. Antes de llegar a tu planta, la tercera, él ya te esperaba en el descansillo. Despeinado, descalzo, con camiseta blanca y pantalón de algodón, te abrazó con ese miedo que uno tiene cuando está a punto de perder algo que ha querido con locura.
Con suavidad te entró en la casa y cerró la puerta con llave. Te dejaste llevar, resignada, a tu propio final.
Cuando le conociste te fascinó su sonrisa. Era misteriosa. A mitad de camino entre una mueca y una duda. Me contaste que fue un amor desenfrenado, como recién descubierto, delirante, apasionado, donde lo único que importaba era que llegase la noche para amarse con la furia de los veintitantos. Las horas pasaban y pasaban sin importar nada mas que vivir amándose.
La experiencia de emigrar te curtió el carácter, mientras que a él solo le trastocó sus complejos. El piso que compartían con otras parejas era tan grande como el mío y estaría cansado de ver historias como la tuya y hasta peores. Tu no tendrías que haber estado ahí.
La primera vez que te vi supe de tu tristeza. Esa que sólo tiene la gente que ama para sentirse amado. A pesar de eso, tenía la seguridad de que eras fuerte y por eso aguantabas en silencio el chantaje, la obsesión, las manías, la humillación. Te veía pasar en las mañanas, muy temprano, arreglada y lista para un dia de trabajo. Fingías alegría. Quizás esa noche no habías dormido, porque solo dormías si él quería, si a él no le daba por arreglarlo todo en una noche de discusión y tortura, donde dormir era, según él, indiferencia a la situación.
Recuerdo cuando me contaste su obsesión por el orden y tu miedo, de su gusto por las listas para controlarlo todo y tu risa compasiva, de sus manías por vivir una vida en un lugar donde ya no estabais pero donde seguían sus ideas.
Y yo solo te escuchaba. Nunca te animé a contarme más. Nunca me atreví a hacer una llamada de urgencia cuando oía sus gritos y los tuyos, portazos, golpes y luego te veía salir en la mañana, con tu risa triste y tus ojos marrones con restos de lágrimas y soledad.
Sentí tus pasos cruzar el salón, un grito y un cuerpo caer del balcón. Un ruido seco y duro al tocar el suelo. Luego vi tu cuerpo inerte y sangrante tendido en el aparcamiento.
He vuelto a oir pasos cruzando el salón pero ya no son los tuyos. Tu historia quedó para ser un número archivado en una comisaría mientras yo sigo cada mañana barriendo el descansillo, a la vez que hago el café, extrañando tu sonrisa, tu mirada y nuestra breve conversación matutina.
Pobre de ti. No tendrías que haber sido más valiente. Tendría que haberlo sido yo. Me pedías ayuda sin decirlo y yo solo te escuchaba, sin saber si envidiar tus ojos o compadecerme de tu historia.
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