No es muy probable que los operarios municipales dejaran aposta el hueco, de una profundidad de unos veinte centímetros, entre el enlosado de la acera y la tierra alrededor del árbol, pero ese hueco le permite permanecer sentado sin que las rodillas maltrechas se quejen demasiado.

Esta mañana le parece que se ha despertado casi feliz. Da gracias por haber aguantado, sin morirse, las heladas que hasta hace unas semanas cubrían el coche de una gruesa película y su cuerpo de un frío de cristales clavados que le impedían dormir. Aprendió de su amigo César cómo recubrirse de papel de periódicos y eso lo ha salvado este invierno. 

Abandona temprano el coche que desde hace seis meses le sirve de dormitorio. Lo encontró de casualidad, vagando por el pinar cercano a la estación de trenes. Un Ford gris con un buen golpe en la puerta del copiloto que impedía su apertura. Pero en la puerta del conductor, el cristal de la ventanilla estaba ligeramente bajado. Valiéndose de varios palos, que fueron rompiéndose consecutivamente, consiguió bajar el cristal lo suficiente para meter la mano hasta abrir la portezuela. Se sentó y agarró el volante entre las manos y por unos momentos viajó a su país, a su casa, a su vida. Oyó las arcadas de César que vomitaba el exceso de vino que su cuerpo ya no toleraba y corrió a ayudarlo. Desde entonces  tuvo un amigo y un sitio al que volver. Jugando a las películas de espías, cubrió el coche con algunas ramas para convertir su hogar en invisible, lo que hasta el momento, bien por la habilidad del autor del camuflaje, bien por la desidia de los municipales, ha funcionado. Fueron llenando el maletero de cosas inservibles incluso para ellos. Y allí acumularon los periódicos con los que César, que era incapaz de ver ni siquiera los titulares, se empeñaba en enseñarle a leer español antes de usarlos como rugosa segunda piel.

Una noche César no volvió. Lo buscó por las calles del pueblo. Recorrió el pinar palmo a palmo. Intentó preguntar por él en la tienda donde a César le vendían el vino peleón, su alimento cotidiano. Lo echaron sin contemplaciones. Al cabo de una semana, se hizo a la idea de que no volvería a verlo. Deseó creer con todas sus fuerzas que César se había ido a otra ciudad y no había podido decírselo, que su familia lo había encontrado y lo estaba cuidando y mimando, que quizá en uno de sus casi permanentes ataques de tos alguien lo había llevado al hospital donde se estaría reponiendo entre sábanas limpias, calor de calefacción, tres comidas diarias y nada de vino. No se permitió ni por un momento aceptar que pudiera haber muerto.

Pero hoy tiene dentro del cuerpo un calorcillo especial, de olor a primavera, de alegrías de gorriones, de amaneceres rosas. Se alisa la ropa con las manos, orina mirando a todos lados –todavía le da vergüenza que le vean mear-, y se masajea la rodilla derecha antes de echarse a andar.

Y hoy no le importa la mirada descarada que le lanza la limpiadora cuando entra al servicio de la estación de trenes. Ni le molesta que vaya a buscarlo el de seguridad diciéndole algo que no entiende y sacándolo antes de que pueda lavarse la cara. Al principio, cuando la chaqueta y los pantalones no tenían diez mil arrugas, no se fijaban en él y podía asearse con calma, pero a medida que pasa el tiempo y el aspecto empeora, el control se va haciendo cada vez más opresivo.

Camina hacia el centro del pueblo. Revisa las veintisiete papeleras que separan la estación de trenes del supermercado. Las veintisiete papeleras metálicas de color gris sustituyen a las anteriores, de plástico verde, que han sido en su mayoría deformadas, perforadas e incluso carbonizadas por personas desconocidas de la localidad, a las que todo el mundo podría poner nombre y apellidos. Se han distribuido de manera que dieciséis se ubican en el lado derecho del trayecto y once en el lado izquierdo. En la calle principal se han instalado cuatro pares de papeleras. Cada par a la misma altura de la calle, una enfrente de la otra.

Le gustan las nuevas papeleras. Las hay de forma de cilindro y de forma de prisma rectangular, ambos diseños con la base superior exenta y con mucha menos profundidad que las antiguas, que con una abertura no muy grande, obligaba a meter la mano y parte del brazo para rebuscar cualquier residuo reutilizable. En las nuevas, con la experiencia ya adquirida, al primer vistazo evalúa si hay algo que merezca la pena. Así que, aunque tiene claro que de ninguna manera facilitarle la rebusca en las papeleras haya sido el motivo del cambio,  lo agradece cada día.

Verlo cruzar de acera en acera causa un raro sentimiento, entre el asco y la lástima, a las pocas personas que a esas horas se encuentran con él por la calle y que ni remotamente percibirán que el zigzagueo responde no al andar zozobrante de un borracho sino a una tendencia natural al ahorro de tiempo y de esfuerzo. Examina exhaustivamente cada papelera, ajeno a la repugnancia que produce a los que lo ven. El servicio de limpieza empieza su ruta temprano pero él por lo general consigue adelantarse. Como casi siempre, encuentra el desayuno en la papelera cercana al colegio de los salesianos. Hoy toca bollería industrial. Recuerda los consejos de su madre, defensora de la alimentación natural y equilibrada. No tiene fuerzas para sonreír.

La maldita rodilla, que no ha vuelto a ser la misma desde la absurda caída que le hizo enemistarse con Claudiu y de paso con todos sus compatriotas de la zona, le está empezando a doler de nuevo. ¿Por qué tuvo que escupirle Claudiu, con ese desprecio, que eso pasaba por dar trabajo a artistas? ¿Por qué no se comería él el orgullo y se presentaría a trabajar la mañana siguiente? De la noche a la mañana se quedó sin trabajo. Alguien debió de correr la voz de su indisciplina. La obediencia ciega es requisito indispensable para trabajar en una cuadrilla. Ya nadie lo quiso. Lo acosaron un tiempo amenazándolo si no devolvía el dinero del viaje. Cuando se dieron cuenta de que no iban a sacar nada, le dejaron en paz.

Se sienta al amparo del plátano de sombra, frente a la puerta del supermercado. Coloca la bolsa de las monedas delante y se acomoda sobre el cartón que guarda recogido en el hueco del árbol. Comienza el trasiego de compradores. La mayoría de la gente le mira con desgana, algunos con disgusto. No está ya seguro de lo que pretende recogiendo monedas. Sabe con seguridad que, si alguna vez se da la extraordinaria circunstancia de juntar el dinero necesario, ninguna pensión del pueblo va a permitir que pase una noche durmiendo en una cama con su colchón, con sus sábanas limpias y planchadas, después de darse una larga ducha con agua caliente. Sabe que no le van a dejar pasar de la puerta. Pero sabe que puede soñar. 

Después de mucho tiempo y algunas monedas, la ve llegar, con la coleta flamígera azotando el aire de la primavera, el cuerpo retenedor de un pasado glorioso, las gafas de sol por fin necesarias, el vestido, que sin duda sus compañeras de trabajo tacharían de estridente, y que a él le llena los ojos de arco iris.

Los treinta metros de distancia desde el lugar donde deja aparcado el coche en batería hasta la puerta del supermercado son cien pasos de baile, cien notas de una sinfonía de vida. Los pies calzados en unos preciosos zapatos verde oliva marcan el ritmo apoyados por el movimiento alterno de los brazos, escondidos hoy en las mangas de una cazadora a juego con los zapatos. Las piernas de músculos largos y elásticos adquieren vida propia en cada paso. El vuelo del vestido se agita obediente al oleaje desatado por las caderas.

Cuando llega a su altura, alza la cabeza gris de entre la mancha gris que forman él y la sombra del árbol para balbucear un “buenos días” casi inaudible. Ella responde sin mirarlo, o quizá sin verlo. Le gustan sus manos de dedos largos y uñas cuidadas. Le gusta su olor. Le gusta la luz que le ilumina por dentro cada vez que se acerca a él. Aunque solo fuera por verla acercarse con el euro ya preparado, ese euro que tan generosamente deja caer en la bolsa cuando sale del supermercado, merecería la pena pasar allí el día entero, la vida entera.

Se le hace larga la espera, a él que lleva a la espera tantos años ya. Al fin sale pero con las manos ocupadas en cargar las cuatro cosas que ha comprado. Él alarga la mano cumpliendo con su deber de mendicante y deseando decirle si quiere que la ayude a llevar la compra al coche. No sabe decirlo en español y tampoco se atrevería. Hoy no habrá euro. Maldice la falta de previsión de esa mujer maravillosa que no lleva, como todo el mundo, una bolsa dobladita que no ocuparía nada en su bolso enorme. Mete la mano, abotagada de miles de patatas recogidas, de cientos de viñas podadas cuando todavía le daban trabajo, en el bolsillo de la chaqueta y maquinalmente recuenta las monedas con la torpeza de sus dedos deformes. La mano se topa con la última tarjeta de visita que guarda como reliquia de una vida tan anterior que ya parece de otra persona:  Costel Rizea, pian profesor.

Ella ha dejado las cosas en el coche y ha vuelto, desandando el camino, para regalarle un euro y una sonrisa triste. Él sueña por un segundo con otra vida imposible. Ella se hunde por un segundo en el pozo sin fondo de unos ojos que no había mirado las treinta y cinco veces que había dejado un euro en la bolsita.

Mientras va conduciendo hacia casa, ella ruega a todos los dioses que no permitan que la echen del trabajo.

El pánico que ha leído en la mirada de ella le avisa de lo que tantas veces ha percibido, el miedo al contagio. Nunca volverá a mirarlo. Pero aún se sentirá casi feliz cuando lo despierten los gorriones y los rayos de sol del amanecer; aún se iluminará por dentro cuando vea a la que nunca volverá a mirarlo. Todavía no va a tumbarse atravesado sobre la vía del tren. Todavía está vivo.

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