Sentado en el suelo de la cocina, moviendo nervioso unos cromos de monstruos, Fermín seguía jugando con su hermano pequeño, Jaime, mientras intentaba escuchar a los mayores, escrutando su rostro, sobre todo a la abuela, que era la que mas lloraba. Fermín la había oído decir: “Esto se veía venir, se veía venir”.
Existían denuncias de los vecinos; la madre de Fermín le dejaba mucho solo, cuidando del pequeño. En el colegio comunicaron un posible expediente de absentismo escolar, y cuando su madre los llevaba a los dos, los profesores se preocupaban porque no iban arreglados ni limpios, y no habían desayunado. La profesora de Fermín se encargaba de darles un vaso de leche y unas galletas.
María, la madre, bebía mucho y a veces no despertaba en muchas horas, el rato que se espabilaba, cogía a los hijos y con ellos pedía en el metro. A sus siete años, a Fermín, ésto le daba mucha vergüenza, alguna vez había robado en el colegio rebuscando en los bolsos de las profesoras, cuando le preguntaron por qué lo hacía, respondió que para que su madre no pidiera en el metro.
Los mejores días para Fermín eran los que su madre les dedicaba cuando no estaba ebria. Esos días los aseaba, los ponía de limpio, no peleaba con la abuela y solían ir a visitarla. Pero lo que más le gustaba a Fermín era ver a su madre arreglada, oliendo a limpio y sentir esos abrazos maternales que ella prodigaba cuando estaba bien, y los arrumacos antes de dormirse cuando él le pedía un cuento.
Jaime, a sus cuatro años no hablaba ni era capaz de prestar mucha atención, jugaba con la cabeza de su madre, atusándola y cogiéndola con las dos manos como si fuera un balón; como era habitual en él, no lloraba y sonreía bobaliconamente, era también frecuente que a todos echara los brazos, a conocidos y desconocidos, no extrañaba a nadie y a todos sonreía, Fermín había oído comentar a la abuela “este niño me preocupa, es un poco retrasado, hay que tener cuidado” y sentenciaba, “a Jaime se lo podría llevar cualquiera”
Nunca llegaban al final del cuento, pero era divertido jugar con Jaime
Sonó el timbre de la puerta, la abuela sobresaltada dijo casi en un grito, “ya están aquí”; María lloraba, olía a alcohol y a tabaco, recordó también el olor del hombre que un día los abandonó a los tres, cuando a ella ya no le quedaban fuerzas para soportar más golpes. María abrió la puerta y otras tantas se cerraron en el descansillo de aquella escalera lúgubre. Fermín volvió a morderse las uñas y a pellizcarlas frenéticamente como queriendo arrancarlas en su totalidad, como cuando su padre gritaba y daba golpes a su madre para terminar siempre igual, queriéndose llevar a Fermín al dormitorio, sabiendo que era el mayor daño que podía hacerla; entonces María se convertía en una fiera, y fuera de sí, arrebataba a su hijo de las garras de aquella bestia y junto con el pequeño se encerraba en el cuarto de baño; no saldrían hasta que oyeran el golpe de la puerta al cerrarse, María rezaba para que no volviera más, y así fue, un día él desapareció de sus vidas.
Los técnicos de los servicios sociales de zona saludaron cordialmente, y acariciando a los pequeños que seguían jugando, les preguntaron “Qué pequeños, ¿estáis preparados?” Fermín sabía que venían a recogerlos y llevárselos de su casa, y hasta que su madre se recuperase de su adicción, y consiguiera un trabajo, los niños estarían en un recurso residencial, con otros niños, con educadores y con todas sus necesidades cubiertas.
Fermín y su hermano dejan su casa de la mano de quien no conocen y son trasladados al centro asignado, explicándoles que van a tener, por un tiempo, una nueva casa. Pero Fermín no entiende lo que ha pasado. ¿Por qué no ha podido llevarse sus cromos de monstruos? le explican que en su nueva casa hay muchos juguetes, Pero las preguntas se atropellan en su mente y pregunta y pregunta en un mar de lágrimas ¿cuándo podrá volver a jugar en el rincón de su cocina? ¿Quién estará esta noche junto a su cama cuando se duerma? ¿Quién le contará un cuento? ¿Cuándo volveré a mi casa? Y sobre todo, ¿Cuándo veré a mi madre?
Los primeros días son duros para Fermín, la cercanía y el afecto prodigado por los educadores no le cura de su desconcierto, durmió junto con su hermano, una educadora se encargó de que se sintieran a gusto en sus nuevas camas con sábanas que olían a limpio y por la mañana ya fueron a su nuevo colegio, fue la educadora del turno de mañana quien los preparó: estrenaron uniforme, zapatos, y abrigo, además de una mochila, un cuaderno y lápices de colores. Montaron en la ruta escolar vigilados y atendidos por el personal encargado para este cometido. Les fueron preparando durante el trayecto hablándoles de su nuevo cole, de su nueva profesora, advirtiéndoles que volverían después de comer, que se portaran bien y comieran todo lo que les pusieran en el plato.
La educadora del turno de tarde, que los recibiera el primer día, los estaba esperando; junto con otros niños merendaron y jugaron, Fermín hizo unos deberes para el día siguiente y pronto se sintió seguro junto a la educadora que ya iba conociendo; enseguida llegó la hora de cenar, Fermín estaba deseando que volviese a llegar el momento de irse a la cama junto con su hermano, luciendo su bonito pijama; cogiendo un oso de peluche que había en la habitación, se lo dio a Jaime mientras la educadora les ayudaba, supervisaba y les iniciaba en el lavado de los dientes.
Fermín sentía hormigas por el estómago y pensó que la cena no le había sentado bien, mientras Jaime se metía en la cama, la educadora se sentaba cerca, acompañándoles en esta su segunda noche fuera de su casa, momento que aprovechó Jaime para sonreír bobaliconamente y echarle los brazos jugando con la cabeza de la educadora, atusándola y cogiéndola entre las manos a modo de balón. Fermín pensó que Jaime se había olvidado de su madre, y las hormigas se multiplicaron en su estómago
Al día siguiente no subieron a la ruta escolar. La enfermera del centro, a la que no conocían, les acompañó al ambulatorio, tenían que hacerles una revisión médica y unos análisis. Lloraron durante el reconocimiento, lloraron más con la extracción de sangre, ya de vuelta con su dedito todavía en el lugar de la punción, lloraba sin consuelo, la enfermera encontró una voluntaria en la puerta del centro, y pidiéndole que los llevara a su hogar, donde les esperaba su educadora, se fue con prisas pues tenía que hacer otra gestión. Marisa, la voluntaria, acostumbrada a tratar con niños, se puso a la altura de los pequeños y queriendo propiciar su consuelo, les decía, “Pero si no ha sido nada, ya pasó, un poco de “coca cola” que os han sacado del brazo; Ahora vais a tomar en el hogar un cola cao calentito y un bollo” La buena Marisa deseaba con prisas que los recibiera su educadora lo antes posible, pensando que así terminaría el llanto. No sabiendo en que hogar estaban asignados, les preguntó, mal preguntado, ¿De quien sois?, ¿De Francisca?, no, decía Fermín entre gemidos; entonces ¿Sois de Agustina?, mal preguntado otra vez, no, dijo Fermín sollozando e insistió. ¡No lo sé, yo antes era de mi madre!.
FIN
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