-¡Otra vez los truenos y la lluvia!, ¡Eran su pesadilla desde hacía diez años!

Sí, hacía diez años que Damián se había quedado sin trabajo, la empresa en la que se desempeñaba como empleado había quebrado. Justo ese año habían nacido sus mellizos. En los recuerdos se mezclaban  la alegría que había sentido por la llegada de sus hijos y la tristeza por lo poco que les había podido brindar. Durante unos meses cobró el seguro de desempleo , pero tan sólo alcanzaba para llevar algo de comida a su familia. Las cuotas de la hipoteca, de su casa se iban acumulando. Envió infinidad de solicitudes de trabajo, pero nadie respondió. Siempre que tenía conocimiento de un posible trabajo, concurría y se quedaba  haciendo colas desde tempranas horas de la madrugada y hasta a veces desde la noche anterior. Pero todo fue inútil, terminó perdiendo su casa al no poder cumplir con el pago de la hipoteca. No le quedó otra alternativa que ir a vivir con su familia  a ese barrio marginal, a orillas del arroyo. A pesar de sus esfuerzos, no había podido salir del pozo en el que había caído. Durante largos diez años, sólo había logrado trabajos temporarios y mal pagos. Se sentía un fracasado.

-¡Otro trueno más ! ¡Quizás cesen y pare de llover! ¡Tal vez se trate sólo de una tormenta pasajera!-, pensó anhelante.

Las gotas de lluvia seguían repiqueteando en el techo de chapa de su rancho, Damián sentía que le horadaban el alma. Un nuevo trueno, muy sonoro, despertó a los mellizos que instintivamente corrieron a abrazarse a su madre. Eran parecidos a ella, uno más pequeño que el otro, pero sanos y fuertes los dos.

-¡Vamos, donde están los valientes hombrecitos de esta casa!, ¡Son sólo unos truenos y un poco de lluvia!- dijo Damián acariciando la cabeza de los niños e intentando que su voz sonara lo más calma posible, pero en su interior la inquietud no le daba tregua.

Esa noche antes de acostarse había colocado la compuerta, había subido sobre ladrillos los pocos elementos de valor que tenían y  las bolsas de nailon con la ropa. Había aprontado la escalera por si la llegaban a necesitar. Había colocado, en posiciones bien sabidas, las ollas para recolectar el agua que caía del techo. Damián había tratado de arreglar esa pérdida en repetidas oportunidades, pero el agua siempre terminaba filtrando al interior. Sabía que si la lluvia continuaba o aumentaba de nada valdrían las precauciones tomadas. No sería la primera vez. Con la lluvia intensa o prolongada, el arroyo solía aumentar su caudal , se salía de cauce y arrasaba todo lo que encontraba a su paso. Damián recordó todas las veces que vio flotar sus pertenencias. Revivió la impotencia de no poder hacer nada más que mantener alzados a sus mellizos para que la turbulencia del agua del arroyo desbordado nos los arrastre. Después, subir al techo del rancho y quedarse ahí a esperar que los voluntarios los fueran a buscar con lanchas o botes, para llevarlos a algún sitio seco. El grupo de voluntarios solía acondicionar clubes o escuelas donde brindaban cobijo y alimento a los necesitados. En esos sitios los mellizos y su mujer estaban a salvo. Era entonces cuando a Damián lo invadía la vergüenza y la desazón por no haber sido él quien ofreciera a su familia la seguridad que merecían.

-¡Otro trueno más!, ¡Hasta cuándo seguirá esta incertidumbre!- se dijo.

La lluvia aumentaba en fuerza y cantidad. Comenzó a soplar un impetuoso viento que hacía temblar las frágiles ventanas del rancho. Damián se estremeció. Vinieron a su mente las promesas incumplidas de todos los políticos de turno que en plena inundación y ante la prensa, hacían alarde de las medidas que tomarían para terminar definitivamente con el problema. Al principio les creía, pero al ver que una vez finalizada la emergencia las promesas caían en el olvido, no les creyó más.

Cuando las aguas del arroyo volvían a su cauce todos los evacuados regresaban a sus ranchos, a sus míseras vidas. Era triste verlos llegar con el corazón galopando, ansiosos por descubrir si se había salvado algo del desastre o lo habían perdido todo. Un nuevo trueno lo sacó de sus pensamientos.

-¡Esta será la última vez! ¡En una semana estaré con mi familia en el campo, lejos de toda humillación! ¡Finalmente mis penurias terminarán!- se dijo.. Esa misma tarde había encontrado un trabajo como casero en una finca en el campo. Todavía no le había contado nada a su mujer, esperaba sorprenderla con los pasajes que le entregarían al día siguiente.

La tormenta no cedía, por el contrario caía cada vez con más furia. El ruido del agua del arroyo acercándose lo estremeció, escuchó como su fuerza arrancaba de cuajo la compuerta. Una secuencia impetuosa e  interminable de olas comenzaron a entrar por puertas y ventanas, no tuvo tiempo de hacer nada, su mujer con uno de los mellizos logró alcanzar la escalera que los llevaría al techo. El abrazó con fuerza al otro, pero una ola se lo arrancó de los brazos y lo arrastró al exterior, se lanzó al agua para alcanzarlo, pero el torrente no le permitía acercarse. Damián también fue arrastrado por la corriente y en un instante desaparecieron los dos en la espesura de la noche.

Sus cuerpos no se encontraron nunca.

Su mujer recibió una indemnización.

Damián seguramente estaría pensando que sus muertes no habían sido en vano.

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