LOS ROSTROS DE ESPERANZA

LOS ROSTROS DE ESPERANZA

Manuela Dilemás

15/07/2014

No podía quitarse las caritas de Esperanza de la cabeza.  Las de los tres hermanos, hijos de Javier y Laura, que apenas llegaban a la barandilla del balcón del tercero, el piso más alto. En el segundo Fátima sostenía a sus dos niñas.  Y en el primero Inga de 39 años: sus gemelos todavía demasiado pequeños para sentir curiosidad o miedo por lo que estaba sucediendo en la calle: Los agentes judiciales con las órdenes de desahucio, la Policía pertrechada como si fuera disolver una manifestación de radicales, dos docenas de vecinos de las fincas vecinas, testigos mudos porque si se daban a entender, pensaban, quizás podría pasarles a ellos lo mismo, y Raquel con varios compañeros de la Plataforma, detrás de las pancartas que exigían detener el desalojo.

Raquel se bate el cobre. 

Habla con los representantes del juzgado, con la Policía… Son las ocho de la mañana, todos acaban de levantarse. Deberían estar preparándose para ir al cole, donde al menos los niños comerían caliente a mediodía. Pero están en los balcones a la expectativa.

        Entiéndalo, no tienen que pasar por esto, dice ella.

              Nadie le escucha, sus miradas le pasan por encima de la cabeza, mientras ella insiste con voz resuelta:

        No tienen que pasar por esto, son demasiado pequeños, insiste

La ley es la ley le contestan sin bajar la cabeza, indiferentes.  Y  bien lo sabe ella que desde hace tres meses ha mantenido más de una docena de reuniones con el banco propietario del edificio al que su organización llama Esperanza porque darle un nombre de persona a un proyecto de este tipo, puede mover a la comprensión. Dice el banco que no ha cobrado el alquiler y  los vecinos que no lo han podido pagar porque aunque reservaban el dinero cada mes –a costa de ir a  pedir el  pan y  la  leche para los niños, y no digamos todo lo demás a los centros sociales- nadie iba  a cobrarlo. 

En esa pescadilla que se muerde la cola va pasando la mañana.  Llegan los fotógrafos de los periódicos locales y también un par de televisiones que comienzan a informar de inmediato, a difundir la historia de esta docena de personas que no tendrán adonde ir si las sacan del edificio. Hay nervios y tensión pero no actúa nadie. El último en llegar, con zancadas largas y como si no corriera prisa el mensaje que trae, el abogado del banco dueño de Esperanza: renuncian por hoy al desahucio, dice claramente el escrito que muestra a la Policía y a los funcionarios del juzgado.  Pero aquí no acaba el proceso.

Raquel revive la escena en el espejo del baño mientras se prepara para ir de nuevo a la misma calle, a ver, de nuevo, los rostros de Esperanza. Retoca una y otra vez el pelo, porque no está a su gusto.  No sabe qué va a ocurrir, porque aunque la primera vez el banco frenó la orden, no ha podido conseguir un alquiler social para los inquilinos.  ¿Qué más les dará a ellos? se pregunta mientras trata de dominar las puntas del pelo.  Si tienen el edificio abandonado, si cerrado se les va a hundir y podría generarles problemas… Una ola de calor le sube hasta la cara y  le empeña los ojos.

 Entre los rostros de Esperanza que dan vueltas en su cabeza,  se asoma el de la niña que fue. El de la niña de un barrio de aluvión que estudiaba porque cada sábado por la tarde su madre, rodilla en tierra, fregaba los suelos del colegio de pago.  “Estudia mucho hija mía, para que no tengas que pasar por esto”, le decía antes de cerrar la puerta. Y Raquel, enhebrando una beca tras otra, llegó a la Universidad donde comprendió donde quería estar.    Cumplirá los cincuenta dentro de unos días y, a pesar de que lleva intentándolo muchos años, se ha dado cuenta de que no puede cambiar el mundo. Sin embargo no está dispuesta a rendirse, seguirá aportando lo que ella denomina “pequeños granitos de arena” que equilibren la balanza.

Raquel se mira una vez más al espejo, por fin el pelo ha quedado a su gusto. No sabe quienes estarán hoy en los balcones.  Quizás a Javier y Laura les han llamado para un trabajo ocasional, de esos en los que ganan 20 euros por día.  Pero no faltará Inga que se quedó sin trabajo cuando los hijos de la anciana a la que cuidó como si fuera su propia madre, le cerraron la puerta en las narices al morir. Es probable que vea a Fátima y a sus niñas  y no faltará Marisa que no sale de casa  porque su artrosis reumatoide la invalida y nadie se ha ocupado de volver a poner el ascensor en marcha desde que se estropeó. No sabe lo que ocurrirá pero tiene que estar allí para que  Javier, Laura, Inga….los niños… continúen siendo los vecinos de Esperanza. Se pone el abrigo y sale de casa con una sonrisa.  Nadie tiene que pasar por esto, se repite

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