Huele a azufre y está oscuro, muy oscuro. El lugar es como un infierno. Mi imagen mental del infierno. Calor, confusión, oscuridad, y por encima de todo, un espacio insoportablemente reducido.
A veces pienso si ya estoy muerto. Cuando me quedo dormido en el interior de la montaña, agotado de picar y de contorsionarme para llegar a cada centímetro de plata, sueño con la muerte. Otras veces vienen a mi memoria juegos de niños, y un lago. Un maravilloso lago de aguas cristalinas en el que mi piel pierde el polvo que la embute.
Cada mañana, desde mi casa veo esa imponente montaña. Tiene más de más de 5 km de altura. Se ha horadado tanto por los hombres que se me antoja como un hormiguero. Somos más de 15000 personas-hormiga al día los que entramos y salimos de esa Montaña Tragahombres. Tan inestable es, que cualquier día nos sepultará.
Ovidio dijo que si se penetra en las entrañas de la tierra y le son extraídas sus riquezas, brotan también los males que están ocultos. Y yo creo que es verdad. He visto la muerte de cerca muchas veces, pero hasta ahora he tenido suerte. Decimos que Dios gobierna en las alturas, pero aquí en el subsuelo, lo hace Satán. Quizás por mi pequeño tamaño he pasado desapercibido hasta ahora para el diablo. Yo, y otros tantos como yo, le veneramos cada día. En realidad veneramos a una caricatura que tenemos de él en la entrada de la gruta. Le llamamos “El Tío”, y le ofrecemos licor o cigarrillos, pero como yo no bebo ni fumo, le entrego hojas de coca para que se olvide de mi.
Los túneles no alcanzan el metro de altura y me arrastro entre las rocas que magullan mis frágiles rodillas. A veces, los pasos son tan estrechos que no podría darme la vuelta aunque quisiera. Estoy obligado a seguir adelante y cuando llego al final, me retuerzo durante horas como una serpiente para seguir trabajando. Horas interminables entre las sombras puntiagudas de mi linterna. Sombras compañeras. Echo tanto de menos jugar. Aquí no hay amigos, únicamente el sonido seco de un martillo y el grito amargo de la roca al desprenderse. Polvo y gases que penetran en los pulmones y se mezclan con la sangre alterando mi constitución y mi cerebro. No sería la primera vez que me sujeto las manos entre las piernas por los temblores, y otras, la cabeza con ellas por por mi aturdimiento.
La Montaña Tragahombres está situada en Potosí, un lugar de Bolivia. Se nos conoce por la plata que extraemos de la montaña, pero sobre todo por una frase que apela al valor de ese mineral: “vales más que un potosí” decimos. De nosotros, sin embargo, nadie se acuerda y no valemos nada.
Me llamo José Luis, y tengo 11 años.
Algún día me gustaría parecerme a Charles Dikens, que trabajó en una fábrica a los 12 y su experiencia le permitió escribir David Copperfield, mi libro preferido aunque yo escasamente sepa leer. Me gusta pronunciar las palabras del autor cuando dijo: “De todos mis libros, este es el que más me gusta”. A mí también, porque es el único libro que tengo.
Que 215 millones de niños en el mundo trabajemos, es un fracaso para toda la sociedad de proporciones descomunales. Los países suelen situar la edad legal para trabajar en los 16 años lo que, a niños como yo de 11, nos convierte en clandestinos y nos hace invisibles. En algunos lugares se nos conoce como “cuartas”, por considerarnos como la cuarta parte de una persona adulta, y cobramos la cuarta parte que ellos.
Y aún con todo, le temo más a la vida que a la muerte porque mi enemigo más poderoso es la pobreza.
Rodrigo de Torre
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