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Me gusta caminar por el paseo marítimo, sobre todo si es temprano por la mañana y llego a tiempo de ver amanecer. Sin apenas gente en la playa, me siento dueña y señora de todo lo que me rodea.  Hay en mi camino, un chiringuito en el que un buen número de palomas suele picotear sobre la arena. No existe en toda la playa un lugar tan poblado de aves como éste y cada vez que paso por allí, me detengo  unos minutos a observarlas…

Aquel día llevaba conmigo la cámara con intención de tomar alguna fotografía de la arena, las palomas, el sol naciente y el mar, pero de repente, y mientras enfocaba tratando de plasmar la primera imagen, todas las aves al unísono levantaron el vuelo para volver inmediatamente a posarse en el suelo. Retiré la cámara de mis ojos y miré extrañada como los pájaros volvían a levantar el vuelo para de nuevo descender de inmediato. Fue entonces cuando me percaté de su presencia: un hombre de indefinida edad y más bien  de pobre aspecto y dejada indumentaria, me miraba desde el dintel de la edificación de madera y sabiéndose observado, realizó un gesto de aleteo con sus dos brazos. Las palomas entonces volvieron a levantar el corto vuelo anterior. Ante mi cara de asombro, él, como si de una función de circo se tratara, repitió su movimiento, dos o tres veces más; lo que equivalía a ver en primera fila una maravillosa danza de palomas, que se elevaban unos metros para posarse suavemente otra vez sobre la arena de la playa, y como fondo, el cielo teñido de rojo y el mar.

Pese a que colgaba de mi cuello, me olvidé por completo de la cámara. No hice fotografía alguna. Mi boca seguía abierta  en señal de estupor ante el inusual espectáculo que por suerte estaba disfrutando tan de cerca,  y él, aquel extraño hombre que había aparecido de la nada y que hacía bailar a las palomas,  ante mi gesto de incredulidad sonrió, y dando media vuelta se adentró en el chiringuito hacia algún lugar fuera del alcance de mi vista…

Desde entonces, lo he visto más de una vez sentado hablando animadamente  con alguien al borde del mar, o en la sola compañía de sus amigas las palomas. Ahora sé que vive allí, no mendiga, al menos yo nunca lo vi hacerlo, desde mi posición he observado una vieja manta roja de cuadros escoceses, una silla de playa amarilla y bolsas de plástico que seguramente contendrán sus escasas pertenencias.

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Aquel día de finales de mayo el sol brillaba con fuerza y el calor ya se dejaba sentir.  Alguna razón inaplazable había hecho  que mi horario habitual para el ejercicio se viera retrasado hasta rozar el mediodía,  y la playa era  para entonces un completo  hervidero de gente ávida de verano. Emprendí mi acostumbrado paseo y al llegar al chiringuito en el que durante todo el invierno se había guarecido este hombre, algo llamó mi atención: las mesas del local estaban montadas y había gente tomando cervezas. El chiringuito se había abierto inaugurando así la temporada de verano.

Se me hizo un nudo en el estómago y una inevitable pregunta golpeó  mi mente:

– Y… ¿Dónde estará el “hombre de las palomas”?

Ese nudo se acentuó cuando me percaté de que la silla amarilla, la manta, y las familiares bolsas de plástico formaban un montón tipo vertedero, sobre la arena de la playa. De él no había rastro…

Preocupada seguí mi camino hasta alcanzar el puerto deportivo a la salida de la población. Caminaba ajena al resto del mundo, absorta en mis pensamientos, tratando de imaginar qué habría sido de aquel peculiar personaje. -Seguro que lo habían echado de su refugio, o la policía lo había obligado a marchar… ¿Qué sería de él ahora? Tendría que buscar otro lugar en dónde vivir? Y así, haciéndome a mí misma un montón de preguntas sin respuesta,  llegué al final del paseo y di media vuelta.  Al cabo de un tiempo indefinido  alcancé  de nuevo el familiar edificio de madera y no pude reprimir un suspiro de tranquilidad al observar que el amigo de las aves sonreía  como hacía  tan a menudo, y saludaba a los viandantes  sentado  en su silla sobre la arena de la playa, muy cerca del local, y con el resto de sus cosas junto a él… Respiré aliviada, le había tomado verdadero cariño.

Desde entonces lo he observado ayudando a colocar asientos y mesas, barriendo y fregando el lugar. Me han contado que le han ofrecido cobijo en un centro de acogida, pero que ha rehusado a dejar su privilegiado rincón al lado del mar y que ha llegado a una clase de acuerdo con el dueño del chiringuito. Parece que duerme allí por las noches,  vigila el local, ayuda con las tareas de limpieza  y a poner o quitar sillas y mesas, y a cambio recibe comida y algún que otro euro; y  dedica el resto del día a tumbarse sobre la arena, o pasear por la playa.

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Ha comenzado a ser popular en el barrio. Algún día he visto como alguien le ofrecía  un bocadillo  y él lo aceptaba siempre agradeciendo el gesto. Y ahora que la temporada de verano está en pleno apogeo y las duchas han empezado a funcionar, tiene agua para asearse y su aspecto ha mejorado.

Hoy de nuevo acudí a mi cita muy temprano. Como aquella primera vez que lo vi en invierno, el sol asomaba en el horizonte y el mar se teñía de un impresionante color púrpura. Pude verlo al lado de sus pertenencias  y rodeado de sus amigas las palomas que picoteaban los trozos de pan que él les daba.  Comparte con ellas su escasa comida y las aves siempre vuelven al lugar en el que encuentran cariño y alimento gratuito.

La ajetreada vida del verano en un lugar de playa, continúa a su alrededor y mientras, este peculiar personaje, ajeno a todo, aunque en el fondo sin perder detalle,  espera paciente que llegue la noche para volver  a su rincón en el chiringuito.

¿Hasta cuándo?

Por ahora, y ojalá sea por mucho tiempo, esta historia, no tiene final…

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