Sin motivo le dieron un balazo en el estómago y salieron corriendo.
Desorbitado, agarrándose las tripas con las manos, atravesó la calle y la plaza por el medio, pisoteando hortensias, esquivando margaritas. Tambaleante llegó hasta el bar del Jockey; pidió un cortado, medialunas, los clasificados del Clarín.
Con la vista nublada tomó nota de tres empleos: venta de productos dietéticos en una empresa multinacional, cobrador para un club de fútbol, mozo en la Bolsa de Comercio.
Como la Bolsa estaba sólo a unos metros, se mojó la cara y el pelo con lo que quedaba de soda, ensayó una mueca indefinida contra el ventanal y partió arrastrando los pies.
Me acerqué. Un sudor frío le bañaba la frente.
Al llegar a la esquina, entre el rojo y el verde del semáforo; una nena de trenzas le sonríe. Pensé que caía. Con el envión de un desmayo sumó los tres primeros pasos; una estela en sangre lo persigue, enchastrando la senda peatonal y las veredas.
Debía tener unos cincuenta años y, quizá, un hombro más bajo que el otro.
Una vez en la Bolsa, después de la larga entrevista, se disculpó por lo del balazo y la alfombra manchada.
“No se preocupe, da justo con el perfil”, le respondieron.
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