Estás sentado ahí y mirás fijo hacia el suelo  con esos ojos redondos de miel. El balde de plástico azul que hace de banquito,  alberga tu colita huesuda  desde hace un rato largo.  Tus piernas flacas,   desnudas, apenas  se mueven,  y tus talones rozando la tierra seca, se hamacan al compás de una música  que no suena nunca. No sabés  de sillas ni almohadones. No sabés de cuentos ni cantos infantiles.  De brillos. De jabón no sabés.  De sábanas. Ni almohadas…

Qué hay del otro lado del montículo que huele siempre a feo y a  lo mismo,  no sábés; ni tampoco por qué está vallado con ese alambre oxidado de púas.  Pero  eso sí, aunque no conozcas las palabras, sabés  que en verano  el sol  fustiga caprichoso y que siempre las moscas zumban a tu alrededor.

Que tenés hambre de agua, sabés.

Que te pica la cabeza, que los granitos que tenés en la nuca,  a veces no te dejan dormir.

Que sólo vos conocés  la cueva  subterránea debajo del montículo.

Que el colchón donde dormís con tus hermanos es chico porque  todas las mañanas,  alguno de los cinco se despierta con medio cuerpo  en ese piso que huele a yerba húmeda del mate, o  a pis, o a la caca de Juanchi, el más chiquito de ustedes.

Hacia dónde va tu papá algunas mañanas no sabés,  pero sí, que  cuando sale,  antes de  la noche llega siempre con la carretilla llena.  Que tu mamá siempre lo espera y ni bien aparece, lo alcanza corriendo para escarbar y escarbar dentro de esa carretilla, que a vos, te gustaría usar para  pasear a Juanchi.  Y ella olfatea y mira viendo qué descubre.  Y hurga y  aparta.  Y,  con la sabiduría nacida de ese ir viviendo así, comienza a elegir entre las  sobras que al rato nomás convierte  en la única comida de ustedes siete. Y algunas veces alcanza,  y otras veces no.

Estás sentado ahí, hace calor, y no  podés ir  a buscar  aunque sea un poquito de sombra. Son  veinte cuadras nomás hasta donde está el único guayacán, que algo ayuda con sus ramas.  Pero  tenés que cuidar a tus cuatro hermanitos.

Tu mamá salió un rato después de tu papá  y, con tus siete años,  sos  el hombre de la casa  si ellos no están. Tus hermanitos duermen.  Están cansados. Siempre están cansados. Como vos. Pero sos el más grande, tuviste que salir  del colchón sin hacer ruido,  y  podés quedarte afuera porque  adentro,  hace más calor todavía.  Viste a tu mamá salir con  los dos baldes grandes. Sabés que fue a buscar agua pero no sabés si  la traerá. No llovió y el arroyo ha  estado seco desde hace semanas.  Y  creés  que falta mucho para que lleguen las mujeres de la camioneta blanca.  No sabés cuántos días, pero sí, que  cuando lleguen, ellas traerán agua. Y algunas cajas de arroz.  Y fideos.  Y azúcar. Y manzanas, siempre manzanas, porque  duran más. Pero nunca duran hasta que vuelven a venir. Nunca alcanza nada hasta que vuelven a venir.

Sabés que la  de pelo largo, la bajita que maneja la camioneta es la que manda. Y te  gusta porque tiene el pelo negro como vos, y habla distinto. Las tres hablan distinto, pero ella  tiene olor lindo, y se llama Mónica. Y te da un beso cuando llega y te toca la cara. Y te mira a los ojos  cuando te habla.  Y te regala caramelos,  y hojas de papel blanco,  y lápices. Y te gusta cuando te hace un dibujo.  Y quiere que vayas a la escuela.  Y vos, vos no sabés cómo es eso. Entonces mucho no te gusta. Ella te dice cómo es,  pero  vos sabés que no hay ninguna escuela por ahí. Y Mónica  te dice que hay una a menos de  treinta kilómetros. Que te está esperando, con otros chicos como vos,  que también te esperan,  para jugar y aprender. Que es una escuela chiquita te dice, donde los chicos  viven de lunes a viernes.  Que ella puede llevarte los lunes temprano a la mañana y traerte de regreso los viernes después de  comer a mediodía.  Y a  vos, a vos  te gusta escucharla aunque  no entendés muy bien  lo que te dice.

Sabés que las dos rubias de pelo corto,  hablan con tu papá y tu mamá.  Que les explican cosas. Mirás cómo las dos se ponen esos guantes anaranjados y  limpian,  sacan los dos colchones, los  sacuden y los dejan tomando sol;  se llevan los dos cajones vacíos a la camioneta  y traen  dos llenos. Y vos  ves en esa camioneta descubierta que hay un montón de cajones llenos;  son muchos y te quedás mirando.  Y a veces, a Mónica se le ponen los ojos vidriosos cuando te ve mirando así.

Es tu mamá la que decide dónde  ubicar los dos cajones llenos.  Siempre contra el mismo rincón. Tapa con ellos el agujero de la chapa para que no entren tantos bichos, y vos la ayudás  cubriendo todo, con los mismos trapos de siempre  que las rubias de pelo corto, ya han sacudido afuera.

Estas sentado ahí, y hace calor. Inclinás tu cabeza orientándola hacia adentro, arrimando la oreja a la cortina  y  el silencio continúa  intermitente con el zumbido de las moscas. Tus hermanitos  siguen durmiendo,  están cansados. Siempre están cansados.  Como vos.  Sabés que si Mónica estuviera ahí  los habría hecho levantar. Y habría agua.  Y habría pan. Y habría leche. Y  manzanas.  Y habría  olor a ella.  Y la voz de ella  llamándote Manu y no  Manuel como  tu  papá y tu mamá.  Sabés que a tu papá no le gusta que te diga Manu y se lo dice a tu mamá cuando ellas se van. Vos escuchás y no decís que a vos te gusta más Manu.  Sabés que tu papá,  cuando ellas llegan,  las saluda con un beso y les da la mano,  pero  en seguida se va a sentar en el balde amarillo y se queda mirando fijo el alambrado de púas.  Y,  cuando  ellas  se van  él se enoja por  todo el tiempo que los dejaron sin agua.  Tu mamá las defiende.  Siempre.  Le cuenta de los problemas que  tienen para llegar,  que a veces  cierran los caminos por los derrumbes y hay que esperar que los de vialidad  den paso.  Y vos, vos no querés que él se enoje.  Tenés miedo  de que ellas  dejen de venir, no por la comida, porque a veces, en la carretilla hasta llega algún durazno blandito deshaciéndose contra el carozo, algunas bananas dulzonas de cáscara negra, algunas ciruelas,  que  tu mamá se las ingenia para repartir antes de irse a dormir.  Te da miedo  que  ellas dejen de venir  porque el arroyo casi siempre está seco.

Estás sentado ahí,  hace calor  y un ruido  lejano  interrumpe tu mirada fija.  Querés saber de dónde viene ese ruido  y te bajás de tu banquito azul.  Mirás a tu alrededor y no ves nada nuevo. El montículo, el alambrado,  el acceso a  la cueva, la tierra ondulada y seca y los yuyos bajitos y escasos de siempre.  

Con todo el instinto y el conocimiento pegado al cuerpo,  apoyás las rodillas  y las manos en  el suelo  y afirmás  con fuerza  tu oreja izquierda en la tierra.  Sí, vos querés saber  qué es ese ruido,  querés calcular la distancia, aunque no sepas  de metros  ni de unidades de tiempo.  Te quedás así un ratito,  te incorporás, y el sol pega más que nunca. Aun así o  por eso,  una sonrisa frágil lucha por dibujarse en tu carita siempre seria. Es la ilusión  que te da ese  ruido que escuchaste.  Un ruido de motor de una camioneta, distante.  Mirás  otra vez hacia todos lados y,  al frente no muy lejos  ya ves  la figura de  tu mamá  acercándose,  a paso sostenido con los baldes grandes, y te das cuenta por cómo camina  que  están vacíos. Y ves  cómo se apresura, y  deja los baldes en el suelo y te hace  señas con la mano.  Y se apresura más y escuchás  su voz de lejos sin comprender qué te dice. Y ves  de repente cómo se asoma zigzagueando por el camino ondulado,  una camioneta blanca muy grande con puertas atrás. Se aproxima y se detiene junto a tu mamá.  Y  vuelve a dibujarse  tu sonrisa frágil.  Pasan unos segundos y  ella se  sube.  Y la camioneta  se acerca sin  levantar polvo.  Muy despacio. Y  frena.  Sin aproximarse mucho.  Tu mamá no baja.  Baja una mujer alta que no viste nunca  y te das cuenta de que la que se queda sentada al volante  no es Mónica.  Pero no sabés quién es.  La alta se arrima,  te sonríe y te toca la cabeza.  Y te pregunta por tu papá.  Y vos le preguntás por qué tu mamá no baja.  La ves quieta  sentada en el  medio,  sin hablar  como si tuviera la boca pegada.  Y te quedás mirando a la mujer alta que vuelve a sonreírte y regresa hasta la camioneta.  Abre las dos puertas de atrás y  vos esperás que baje muchos cajones llenos.  Pero vuelve sin nada.  Te guiña un ojo  y se acerca  despacio hasta  la cortina. Vuelve a mirarte  y  se asoma  hacia adentro.  Te adelantás unos pasos para ver por qué  tu mamá no te habla.  Y ves que la alta   le hace señas con la mano a la que está al volante para que baje.  Se acerca, te sonríe también y te toca la cabeza.  Tu mamá sigue quieta en el asiento.  Ellas dos  entran.  Pero ninguna tiene guantes anaranjados.  Escuchás desde afuera  que Juanchi grita, y  llora.  Y vos te acercás a la camioneta un poco más y  mirás a tu mamá que  algo te dice  con los ojos.   Te das vuelta y ves a las dos mujeres, cargando  a tus  cuatro  hermanitos en  la parte de atrás de la camioneta.   Y escuchás  que  cierran las puertas, y  el llanto  de Juanchi, y los gritos  de tus otros hermanitos.  Y tu mamá sigue quieta sentada.  La alta  regresa a buscarte,  descorre la cortina, se asoma,  te llama,  pero vos no estás ahí.  Resopla  y  camina  en círculos con paciencia,  como  si tuviera todo el tiempo del mundo. Y te llama otra vez.   Otra vez, y grita que es mejor que aparezcas rápido.  Y vos, vos  ya  estás agazapado mirando todo desde la cueva.  Sabés bien que no van a encontrarte.  Vos querés que llegue tu papá, sabés que él llega  más tarde y no querés moverte.  No querés  hacer ningún ruido,  y te tapás la nariz  para respirar dentro de tus manos.  

No sabés cuánto tiempo va pasando pero  sí,  que la alta va y viene,  da vueltas, viene y va,  que el sol ha cambiado de color, por las sombras. 

Espiás  cómo la alta  vuelve a la camioneta  despacio y le ordena a la otra a los gritos,  que  te encuentre.  Y vos seguís mirando.  Y escuchás que discuten pero no lo que se dicen.  Ves que  los pantalones  de la otra se acercan,  y  dan vueltas,  y se alejan.  La búsqueda se hace eterna.  Y  ya no sentís calor.  Escuchás la voz  de la alta gritándole a la otra que tienen cinco y que lo que necesitan es seis, que mueva cielo y tierra y que te encuentre.  Vos  no sabés qué quieren de ustedes,  no sabés qué buscan en ustedes. El escondite tiembla, y vos, vos te hacés un bollito y hundís tu cabeza entre las rodillas, ya no querés mirar. Cerrás los ojos y  te tapás la cara con las manos.  Querés que el tiempo pase, que aparezca tu papá con la carretilla aunque sea vacía.  Pero el tiempo no pasa.   Abrís los ojos y otra vez espiás.   El sol se está apagando  y  ves a las dos hablando  en  la camioneta.  Tu mamá sigue quieta y parece muda.  La que está al volante  se baja rápido como si se le hubiera terminado el tiempo.  Da vueltas y vueltas, y vueltas.  Y vos, vos  te acurrucás  y ya no querés ver más. Y ya no escuchás  más nada.

Nada. Hasta  que la camioneta  se pone en marcha, acelera,  y  levantando tierra seca se va. Se van todos.  Sin encontrarte.

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