Paciencia y resignación son dos requisitos fundamentales para soportar esta situación. Paciencia para padecer este frío en invierno, la indiferencia de las personas que pasan a mi lado sin mirarme y la obligación de construir y destrozar mi casa de cartón todos los días. Resignación para ponerme en manos de un mundo ciego ante el dolor ajeno y para estar conforme ante tal carencia.

  Aquí no hay sitio para muchos y aquel que lo niegue, miente. No quiero contarte mi historia para terminar y que me digas todo lo que podría haber hecho para evitar este destino. Hoy, en este día invernal que congela mi tiempo y nuestro espacio, necesito hablar contigo para sentir tu empatía y explicarte con palabras y con mi piel cuarteada el significado de mis barbas, de mis harapos y de esta manta de flores dibujadas que me regaló aquella señora de pelo blanco y ojos diminutos con la intención de darme un poco de calor materno.

  He llegado a este autobús, después de días enteros ahorrando limosnas en la puerta de la estación. Hoy, puedo permitirme un lujo, puedo viajar y desplazarme de la calle de siempre.

Llegaremos a Granada en un par de horas. ¿A ti te espera alguien?… a mí no. En cuanto salte de este autobús, estaré pisando mi nuevo hogar, podré elegir una calle-habitación de entre todas las que hay, buscaré una fuente de agua potable (me dijeron una vez que en esta ciudad hay muchísimas) y me sentaré a su lado mientras desayuno la mitad de un bocadillo que he guardado dentro de esta bolsa de plástico, bebiendo agua fresca para ayudarme a tragar.

  Déjame decirte que no soy un vagabundo amargado. Ya te comenté al principio que lo que mejor me define es la aceptación, la tolerancia con la que asumo la adversidad y mi desgracia. No tengo fortunas materiales, ya me di cuenta de que no eres ciego, pero soy rico en recursos interiores, de esos que crecen y se educan desde las entrañas y que nadie, nunca, puede robarte. La tierra para cultivarlos está hecha de ideas propias y de los pensamientos, secretos o confesados, que lleva uno consigo. No hay más historia. Si los cuidas y proteges, estás salvado para siempre, aunque te suenen las tripas por el hambre. Es por mi filosofía guardada por la que no os odio a ninguno y puedo entender vuestra manera de obrar. Os estáis equivocando profundamente y creéis que el errado soy yo por no haber evitado esta suciedad externa. Creo que el fallo está en las reglas del juego. Yo me hago daño a mí mismo, la sociedad se lo hace a los más vulnerables y todos, que formamos parte de ella, la nombramos como si fuese un ente al margen de cada uno de nosotros. La sociedad es el reflejo de cada individuo, de unos seres humanos cargados de miedo a perder lo que tienen. Yo ya superé esa clase de cobardía ¿puedo yo arruinarme más?, ¿quién va a querer arrebatarme a mí un pedazo de cartón, un bocadillo manoseado o una ropa requeteusada?. Eso no es digno de envidia y estoy exento de cualquier robo.

  Se acaba la carretera y empiezan a verse las primeras fábricas dando la bienvenida al forastero. Perdóname chaval, no te pregunté tu nombre, soy un maleducado charlatán.

  – No pasa nada, señor, el nombre que uno tenga es lo de menos. Disfruté de mi viaje escuchando sus teorías y con su conversación me hizo el trayecto muchísimo más ameno. Hacía tiempo que una persona no me dedicaba unas palabras, ya que a mí, en esta ciudad, tampoco me espera nadie. Y antes de bajar de este autobús, le diré cómo me llamo. Mi nombre es Diógenes y también vivo en la calle.

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