El mar se quedó vacío. Con una profunda tristeza. Al viejo marinero de la cabaña lo secuestraba la gran ciudad. Su nuera, que nunca le había querido de verdad, decía que era muy mayor para vivir allí solo, sin nadie. Los terrenos que el viejo poseía en la bahía también tenían algo que ver. Pero el viejo nunca estaba solo. Desde la diaria llegada del sol, hasta su vivista a otros mares, veía a su amada. Veía a esa mujer de sal que nunca le había traicionado, que nunca le había olvidado. Siempre estaba ahí, fiel compañera de tantos y tantos momentos… era ella. El mar. La mar.

Y cada anochecer, en un crepúsculo sin horizontes tangibles, el viejo olía el perfume que emanaba de las aguas. Le embriagaba de tal forma que su corazón rejuvenecía años atrás, aunque nunca se había marchitado. Fragancias que invitaban al sueño en un escenario de cristales difusos. Su barca, “La rosa azul” estaba amarrada a la orilla. Era su amante. Su segunda piel. Su otra mirada. Nunca pensó en venderla, ni en los peores tiempos, cuando el temporal azotaba con fuerza la costa y el viejo permanecía en tierra durante semanas sin tener nada que llevarse a la boca. Aquella mañana algo le decía al viejo que ese año no habría primavera. Una última mirada del anciano a su barca le anunció que no volvería a navegar con ella.

El silencio invadió la partida. En la parte trasera del coche, el viejo giró la cabeza, y permaneció en esta pose hierática hasta que las revueltas aguas se confundieron en el infinito. Aguas que despedían aromas tristes y extraños. Camino de su invisible prisión, la nuera hablaba y hablaba. Ante los absurdos razonamientos de la lógica mundana, expuestos sin orden ni concierto por la apariencia de la hipocresía, su hijo callaba. Se limitaba a asentir con su enorme cabeza, ya alopécica por la falta de ilusiones, de sueños…ya tan lejanos. Doce años de matrimonio convencional le habían roído sin piedad las inquietudes que de joven regalaba al mundo, cantando al viento palabras emotivas y sinceras. Su nieto era diferente.

Pasaron ocho meses, tan largos como ocho vidas. Los más amargos desde que un invierno a principios de siglo le viera nacer. La maldita ciudad, con sus prisas y sus miserias, le cambió el carácter. Se volvió tosco, huraño, gruñón. Se alienó en uno más; otro rostro anónimo que deambulaba entre las sombras de la indiferencia. Se convirtió en un ciudadano. No había pasado ni un solo día sin que el anciano intentara convencer a su nuera de que le dejaran marchar, que le liberaran de todo aquello

Su hijo intentaba aliviarle, pero de un modo pasivo y conformista.

El pequeño era el ayer. Su pasado. Era inocencia. Era un niño. Sabía lo que ocurría a su alrededor y también sabía lo que hacer. Una fría noche invernal, el pequeño cogió todos los ahorros de su hucha de cerdito, y despertó al viejo. Le contó su plan. La huida. Al alba, charlaban en un solitario tren, camino del reencuentro. Conversaciones trascendentales de una amanecer cualquiera.

  • Abuelo, ¿Por qué sube la marea por las noches?
  • Verás, hijo. El mar, la mar está enamorada del sol, y cuando se va a ver a sus otros amantes, la mar llora desconsoladamente y vierte sus lágrimas en la tierra. Esas lágrimas forman las mareas. Luego, al alba, el sol las bebe e ilumina el rostro de su amante

Mientras, en la gran ciudad, el histerismo se adueñaba a pasos agigantados en casa de la nuera. Miles de desgracias acudieron a su cuadriculada mente.. Asustada por cambios imprevistos que rompían sus monótonos esquemas, mandó rápidamente a su marido a personarse en comisaría. Pero su marido no fue en busca de reglas y leyes. Sabía dónde se encontraban los dos seres que reflejaban su pasado, y se encaminó hacia ellos

La emoción crecía y crecía en el viejo. Sintió un par de pinchazos en el pecho y un agudo dolor en el brazo izquierdo, donde llevaba tatuada un ancla coralina, tan viva que parecía incrustarse en la carne para amarrarle a sus recuerdos. No le dio importancia. –Será el viaje – pensó. El viejo aceleró el paso. Cogido de la mano de su nieto, subió la empinada colina. Emanaba de su piel un sudor frío. Y allí, tras dejar atrás el último repecho, estaba su amada. También estaba allí su barca, apresada por una familia de algas que habían hecho de ella su hogar.

La emoción nubló la magia de lo irreal. Turbó la mente del viejo en un vacío. En un arrebato de sinceridad, extendió los brazos al viento y bailó. Bailó como jamás nadie lo había hecho. No esperaba aplausos ni flores lanzadas al improvisado escenario. Tampoco los necesitaba

El resplandor de los relámpagos desafiaba al viejo marinero. Se relajó y se tumbó hacia arriba, esperando su destino. Dos grandes puñados de arena se deslizaban entre sus dedos. De nuevo el dolor agudo. La rabia de un rayo inundó la trágica escena. El último acto fue representado. Se echó el telón.

En las sombras, una figura no invitada presenciaba en silencio la escena.

El pequeño miró con impotencia al viejo, que no se levantaba. Su abuelo ya no estaba allí. Y aunque su corazón dejó de latir, estaba más vivo que nunca. La felicidad del que nada pide, quedó grabada en la faz del anciano. Comenzó a llover con fuerza, sin embargo el pequeño no se movió. Tan sólo abandonó la orilla cuando la marea empezó a subir aquella mañana de invierno. Él mar, la mar lloraba enfurecida en medio de un temporal desesperado. Se llevó al viejo a su interior. Ya no se separarían jamás.

En lo alto del acantilado también lloraba otra figura. Su hijo también lloró. Aquella noche no subió la marea. Y padre e hijo contemplaron en la orilla las estrellas a la espera de otro amanecer

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