El sol ya estaba bastante bajo. En pocos minutos se ocultaría tras las montañas peladas y la oscuridad caería implacable. Solo tenía que esperar que llegase ese momento para emprender la huída. La noche se presentaba larga, pero no tanto como las anteriores en las que solo durmió un par de horas, a lo sumo. Había que preparar el camino y no era tiempo de pensar en descansar. Ya tendría tiempo de eso una vez se encontrara fuera del presidio.
Sus compañeros lo miraban expectantes, aguardando que él diera la señal. Pero a él solo le importaban la decadente inclinación de los rayos solares filtrándose por el alto ventanuco y la disminución de la intensidad lumínica en la celda.
¡Ahora! pronunció al fin, y todos acometieron sus respectivas tareas. Tenían solo unos minutos para alcanzar el túnel, y otros diez más para llegar al otro lado de la alambrada electrificada. A partir de ahí cada uno correría su propia suerte.
Se amontonaron en el túnel. Las prisas por salir tuvieron la culpa. Insultos, empujones, nervios a flor de piel. El tiempo se agotaba. Si no lograban llegar antes de que la nueva guardia ocupase sus garitas todo se iría al carajo. ¡Dejad de chillar! lanzó en un susurro mal contenido él, que iba en cabeza. Sabía que eso era un riesgo. El primero en asomar por el otro lado podía caer, pero si salía airoso los demás estarían a salvo y él se convertiría en acreedor de sus miserables vidas, para siempre.
Según sus cálculos faltaban pocos metros. Miró su deteriorado reloj que, milagrosamente, seguía funcionando. Sí, las cosas estaban saliendo según lo previsto. Ahora tocaba templar los nervios. Perderlos supondría el fracaso. Respiró hondo y exhaló el aire de sus pulmones con una tranquilidad imposible en esas circunstancias. Ascendió por la improvisada escalinata y asomó levemente su cabeza. El faro lumínico hacía su trayecto. Él lo conocía de sobras. Tenía que salir como una exhalación para alcanzar los cercanos matorrales antes de que el potente haz de luz barriese de nuevo el espacio detrás de la alambrada. Los demás conocían, asimismo, los intervalos. Y debían estar muy atentos para no errar tras la salida de quien lo precedía.
La carrera fulgurante terminó en una caída y ruedo hasta el matorral. Se introdujo en ellos, arañándose en diversas zonas de su semidesnudo cuerpo. ¿Qué importaban unos leves rasguños? Justo dos segundos después el haz de luz volvía a barrer la zona. Desde la escalinata se percibió con nitidez la claridad y, un segundo después, la vuelta a la oscuridad. Era el momento de que saliera el siguiente.
Tampoco resultaba nimia la responsabilidad que sobre este recaía, ya que ponía en peligro al primero y condenaba al resto. Corrió como un poseso y saltó por encima de los matorrales. Un búho ululó alertado. La tranquilidad seguía siendo la tónica dominante. El siguiente, como el anterior y como también lo harían los sucesivos tras él, encargado de tapar el agujero tras la salida del que lo precedía, dejó expedita la salida tras percibir el leve fogonazo y subió apresurado.
Sonaron tres disparos, certeros, y justo un segundo después la chirriante alarma comenzó su conocida cadencia. La huída quedó frustrada.
OPINIONES Y COMENTARIOS