Era la primera vez, en muchos años, que Amy estaba nerviosa. El sol africano le había endurecido tanto las facciones que era difícil apreciar sus emociones; a ella tampoco le gustaba mostrarlas.

Estaba desnuda y su piel, tremendamente oscura y azulada, brillaba como el ónice bruñido. En la intimidad de la única habitación que tenía la casa, desenrolló con delicadeza el fardo de corteza de higuera que heredó de su madre. Se contorsionó con la práctica que le daban sus treinta años recién cumplidos y, no sin dificultad, se metió dentro del vestido de algodón que reservaba para su entierro; pensó que ya tendría tiempo de lavarlo.

Envuelta en aquella inmaculada mortaja blanca, usando manos y codos, arrastró su cuerpo desmedrado por el suelo cubierto de esteras. Cuando llegó a la entrada de la casa, apartó la cortina con la cabeza y, asida a la jamba, miró al exterior.

La pertinaz sequía había causado hondas cicatrices en la tierra de la calle; estaba cuarteada y se parecía a la piel de los elefantes. Las cosechas cada vez eran más escasas. La falta de comida no le preocupaba, era más fácil arrastrarse por el suelo si no estaba gorda, pero a su familia y a la gente del poblado cada vez les resultaba más difícil alimentarse; obtener una pesca mediocre era, ya, una utopía.

Los cientos de barcos que abastecían las nuevas fábricas de harina de pescado les estaban dejando sin peces y, lo peor de todo, estaban destruyendo el fondo marino.

La harina se había convertido en un gran negocio para las empresas extranjeras que se habían instalado cerca de su población; la enviaban en grandes cantidades a Europa, la usaban para dar de comer a los animales que criaban allí, reduciendo el costo que les suponía usar otros piensos.

Cegada por el sol, apenas pudo ver cómo una sombra la arrancaba del suelo, igual que se hacía con las malas hierbas. Por el olor supo que era su hermano Idir. En brazos, la llevó hasta la motocicleta de Akim, que los esperaba impaciente, sujeto al manillar.

Sin mucha delicadeza, Idir la dejó en el asiento posterior y la empujó apretándola como si fuese un saco de café contra la espalda del conductor. Una vez se aseguró de tener suficiente espacio, se sentó detrás rodeándola con sus brazos, aprisionándola entre los dos.

Mientras circulaban por aquel terreno irregular, le dijeron que vigilase que sus piernas no se metieran entre las ruedas de la motocicleta. A Amy no le importaba perderlas, para lo que le servían… Sin ellas, pensaba que le sería mas fácil arrastrarse por el suelo sin tener el fastidio de desenredarlas continuamente, sobre todo cuando quería sentarse en las esteras.

Cuando llegaron al puesto de lona azul, les hicieron pasar enseguida. Amy miraba todo con sus ojos enormes, enrojecidos por el polvo del camino. Tal como le ordenaron a su hermano, que la cargaba en brazos igual que si fuese la cría de una cabra, la dejó caer sobre una silla de plástico blanca. Era idéntica a las que se ven en las terrazas y los jardines privados de todas las grandes ciudades.

Entonces, prestó atención a lo que el intérprete le decía. Aquel hombre le explicó cómo se ponían y se quitaban las ruedas a la silla de plástico que, junto con otras también desechadas por el uso, habían traído en un contenedor desde Europa.

Después de montarle una, sentada en ella, Amy sonrió y se dejó hacer una foto junto a un hombre blanco.

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Grupo: Màquina!     LP:  Why? (Diabolo/Als 4 Vents, 1970)  Corte: I Believe

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