Llegó la noche, la temida noche, una más, y dije: ¡Ya es la hora! Con un vaso de leche bien caliente, me dirigí al dormitorio.
¡Mírala bien! Por mucho que parezca unhttps://clubdeescritura.com/editar/?participacion=13176365# monstruo dispuesto a devorarte, no es más que tu cama, me dije. Guardando las debidas distancias con ella, con la cama, puse el vaso de leche en la mesilla.
Fui al baño y me lavé los dientes sin dejar de mirarme en el espejo. ¡Vaya ojeras! ¿Y esas arrugas en la frente…? Y ensayé expresiones carentes de emoción, pero no por mucho tiempo. Me venció la desesperación acompañada de lágrimas al depositar el cepillo de dientes en el vaso, un vaso vacío.
Abrí el grifo, me enjuagué la boca y me lavé la cara para intentar, sin éxito, borrar todo rastro de frustración. ¡Venga, anímate!
De nuevo en el dormitorio, me puse el pijama. El roce de la tela con mi piel me provocó un escalofrío que me obligó a echar la cabeza hacia atrás y a cerrar los ojos durante unos instantes. Entre tanto, en la calle, el bullicio se fue apagando como si alguien, no sabía quién, bajara muy despacio el volumen. Me senté en el borde de la cama con recelo al temer pincharme con las zarzas ocultas bajo las sábanas de raso. Apagué la luz y me metí en mi lado de la cama, el izquierdo; de ese modo, no usurparía el espacio que no consideraba mío.
Vaya, he olvidado cerrar la persiana. Me levanté de un salto, y arrastrando los pies —me pesaban como si estuvieran embarrados—, me dirigí a la ventana, y me entretuve observando la calle, los charcos que formaban espejos, espejos enturbiados por el paso de transeúntes que iban y venían sin rumbo aparente. Al silencio lo interrumpieron las risas estridentes de una pareja que paseaba de la mano y la serenata de un borracho que, aferrado a una farola, cantaba a su dama imaginaria.
Vamos, ya es tarde, deja que la vida siga su curso. Me giré y miré de nuevo la cama con ojos achinados. La persiana proyectaba sombras, unas sombras en forma de franjas, como las de los barrotes de una cárcel. Ante aquella visión, cerré la persiana con celeridad y me introduje entre las sábanas frías, frías como un abrazo ausente.
Bueno, empecemos. Cerré los párpados y apoyé las manos sobre el pecho. Intenté no pensar en nada. ¡En nada! Pero me fue imposible. ¡Venga, inténtalo al menos! Y fijé toda la atención en mi respiración. Con suavidad, inspiré por la nariz y expiré por la boca. ¡Eso es, así, así!
No tardaron mucho en molestarme las piernas: no conseguía mantenerlas quietas. De mi interior brotó la necesidad de caminar, de saltar, de correr, incluso de bailar. Lo sabía, esto no funciona, dije, esta vez en voz alta, cuando me incorporaba. Encendí la luz y alargué la mano hacia el frasco de somníferos de la mesilla. ¡No!, grité a la par que negaba con la cabeza. Me puse la bata y me dirigí al salón.
Recostado en el sofá, me arropé con mi pequeña y agradecida manta de lana, cogí el mando de la televisión y pulsé dos números al azar. La cadena seleccionada emitía en blanco y negro un escenario que me perturbó: un dormitorio con una cama de hierro forjado, con el colchón y almohadón cubiertos con una sábana blanca.
De pronto, en ese mismo dormitorio, irrumpió un personaje pintoresco: un hombre con un gran bigote negro como el betún. Ataviado con un gorro de dormir y un camisón ancho, también blancos, caminaba de un lado a otro mirando al suelo con las manos a la espalda. Hasta que, de pronto, se detuvo y se acercó a la pantalla: «¿Padece de insomnio invocado por el amor —comenzó diciendo con voz profunda y cargada de pesar—, o es el desamor lo que le mantiene despierto? ¿Sufre desvelo por temor, o es la incertidumbre lo que le amedrenta? ¿Adolece de insomnio inducido por una acción, o fue una inacción lo que le corroe las tripas? Si es así, no aleje la mirada de la pantalla, no cambie de canal. Juntos afrontaremos esta noche, juntos la venceremos».
Aquel individuo de mirada penetrante y voz que pareciera proceder de un pozo alertó mi curiosidad; tanto, que me incorporé como activado por un resorte. No daba crédito a lo que escuchaban mis oídos. «No está solo, no está sola —prosiguió—. Como usted, somos muchos, muchísimos, necesitados de algo de compañía. ¡Sígame!». En ese momento señaló con dedo desafiante la cama y dijo: «Este objeto carente corazón, carente de alma, no puede ensombrecer nuestra existencia. ¡Vamos, levántese y pasee conmigo!». Y dije: ¡Qué demonios! Me levanté del sofá y paseé de un lado al otro del salón a la par que aquel individuo. «Bien, muy bien, siga así, no pare», me animó. Sus pies descalzos cobraron más ritmo, y con ellos, los míos. «Y ahora, pasemos a la acción. —Se paró en seco e hizo una larga pausa—. Necesitamos hablar, conversar con alguien que, como nosotros, deambula de madrugada sin rumbo y sin descanso. Y para todo eso existe un remedio».
En el escenario, como por arte de magia, apareció un teléfono sobre una mesilla cubierta por un mantel, de nuevo blanco, a la vez que un título sobreimpresionado en la parte inferior de la pantalla en el que se podía leer “Teleinsomnio” junto a un número. «¡Llama!», exclamó el del bigote negro; y descolgó el teléfono.
Ante aquello, endurecí el gesto y extravié la mirada. «Ánimo, llame sin demora al teléfono que aparece en pantalla y le pondremos en contacto con…».
¿Será posible?, dije encabronado. ¡Ya no saben qué inventar para…! Apreté los puños y negué con la cabeza enérgicamente para que los pensamientos, esos que nos incitan a destrozarlo todo, se esfumaran.
Y recurrí a lo de siempre. Después de tres wiskis, grité: «Sara, ¿estás ahí?». Pero no contestó: debía seguir enfadada conmigo.
Autor: O.M.D.
Album: Singles
Canción: Joan of Arc
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