Apenas anochecía cuando se escaparon. Con semblante serio conducían el cabriolé por la senda. Templaron las riendas del frisón al llegar cerca del acantilado. Al apearse se sentaron sobre el prado y se quitaron los botines de tacón. De pie, estrechándose por la cintura, se arrimaron al borde de la atalaya para mirar una ancha estela de plata que se reflejaba sobre la superficie del mar. El abismo rugía sin conseguir alejarlas.
Allá en la hacienda, después de la ceremonia y antes del convite, habían dejado plantado el pasado, junto al novio inmerso en la hipocresía de una sociedad, injusta y ruin, donde ellas no encajaban.
Sus miradas, cómplices y húmedas, irradiaban travesura. La pasión estrechaba sus mejillas. Con sus largas melenas enredadas fusionaban los pensamientos en el presente. Sonreían al son de la música del aire.Con las manos entrelazadas cogieron impulso para girar sus cuerpos voleando las faldas largas de los vestidos blancos que, ceñían los jóvenes talles.
Se desplazaban sin prisa hacia el lugar escogido; un lugar en el que no existía ni la incomprensión ni los juicios externos que las aprisionaban.
La felicidad las empujaba hacia el borde. La luna envolvía los dos cuerpos, mientras el viento arreció y las olas tronaron en el fondo del abismo. Sellaron el amor y abrieron la jaula.
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