El calor era insoportable. Parecía que hubieran dejado la puerta del infierno abierta. El sol vapuleaba la persiana intentando usurpar mi espacio en sombra. Y lo logró al deslizarse entre los resquicios: eran como arañazos en la penumbra.

Inspiré, y el aire abrasó mis pulmones como si estuviera en el interior de una gigantesca pira. El sudor chorreaba por mis axilas, por mi frente. De nada sirvió la sábana con la que cubría el sofá: estaba empapada.

Vaya, ¡una moscarda! Cómo odio su zumbido. No respeta el silencio de la siesta. Y lo peor fue cuando se posó en mi cara, y después en mi nariz. Con un fuerte manotazo, traté que me dejara en paz, pero su pesadez no tenía límites: la sentí corretear por mis brazos, y de allí voló hasta mis pies, lo que me provocó un cosquilleo molesto; más bien repugnante. Sabía que sus larvas se desarrollan en estiércol, en la podredumbre y hasta en los cadáveres. Y hay quien afirma que, además de enfermedades, contagian el rencor, el odio, la maldad,… Por algo sería que al propio Belcebú le apodaran ‘el señor de las moscas’.

Para espantarla, di una patada en el aire, y creo que esta vez lo conseguí. ¡A ver si se queda pegada en una de esas cintas atrapamoscas! Por suerte para mí, la tarde anterior había adquirido unas cuantas. El dependiente me aseguró que eran infalibles porque estaban impregnadas en un producto que las seduce como las hembras en celo. ¿Y cómo voy a saber yo su sexo?

El zumbido resonó focalizado en el fondo del salón. ¡¿Pero qué coño…?! Tuve que levantarme. ¡Joder! ¡Cómo ardía el suelo! Y allí estaba la asquerosa, pegada en una de aquellas cintas, la que colgaba de la lámpara, con las patas clavadas en el adhesivo; aún así, la muy cabrona no dejaba de mover las alas para intentar desprenderse.

Me dirigí a la librería y busqué en el cajón donde guardo toda clase de utensilios: mecheros que no encienden, bombillas fundidas, tuercas y tornillos sin su pareja, imperdibles, chinchetas dobladas, cremalleras rotas, estuches vacíos, trozos de vela,… ¡Aquí está la lupa! Y seguí removiéndolo todo hasta encontrar las tijeras y unas pinzas.

Corté el trozo donde la moscarda permanecía adherida, lo extendí sobre la mesa y encendí la lámpara. Ayudándome con las pinzas, la examiné con detenimiento a través de la lupa. ¿Dónde coño tienen las moscas los putos genitales?

En efecto, se trataba de una moscarda hembra de un verde metálico. Y en su cabeza, además de unas piezas bucales que le proporcionaban un aspecto horripilante, predominaban unos grandes ojos, ojos rojos y brillantes como dos diminutas cerezas que una y otra vez limpiaba con sus patas delanteras como si no diera crédito a lo que estaba viendo. 

Sí, soy yo, le dije con una sonrisa malévola.

La moscarda, desesperada, batía el aire con las alas como un diminuto ventilador. ¡Basta ya de tanto zumbido! Y se las arranqué con saña. Pude comprobar que las alas eran traslúcidas, con ramificadas venas milimétricas. 

Un  intenso picor en la espalda, a la altura de los omóplatos, me obligó a dejar la tarea para rascarme. Lo hice con tal tenacidad que casi me arranco la piel. 

Miré los rojos ojos de la moscarda, y en ellos percibí su odio. ¿Quieres saber cómo manifiesto yo mi odio…? Y la arranqué de cuajo las patas intermedias, lo que me provocó un dolor intenso en los costados: fue como si me hubieran clavado dos picas. Pero, ¡qué coño! Solté la lupa y las pinzas y me abracé hasta que el dolor remitió.

Su odio se convirtió en ira después de frotarse las patas delanteras como una usurera, para luego limpiarse con ellas las pequeñas fauces y otra vez los ojos. Se las amputé sin remordimientos junto a las traseras. Ya era clemencia lo que transmitía su desmembrado cuerpo cuando se retorcía de dolor. 

Dicen que la crueldad nos hace parecer débiles. ¡Y una mierda! Un impulso indefinible me obligó a coger lo que quedaba de la moscarda, a metérmela en la boca, a tragármela mientras me restregaba la cara con el dorso de las manos. De pronto, vi que se constreñían tanto mis brazos como mis piernas, y hasta se oscurecían, al tiempo que me brotaban por todo el cuerpo infinidad de pelos negros y gruesos, como hebras. De mi costado emergieron dos nuevas patas. Apreté los dientes hasta hacer sangrar mis encías cuando la piel de mi espalda se desagarró y desprendió: fue como si me degollaran. El pelo se me cayó a puñados antes de que mi cabeza colapsara. Mi rostro se transfiguró. Perdí los dientes. La nariz se dividió en dos pequeñas trompas. La mandíbula y pómulos se hundieron, y mis ojos se agrandaron hasta rasgar los párpados. Mi nueva piel se tiñó de verde metálico. Mis huesos crepitaron. Aullé cuando el pecho se me contrajo a la par que mi tronco inferior se abultaba y alargaba. Para finalizar con la transformación, comencé a menguar. La mesa, el salón, todo se agrandó. Lo distinguí en la penumbra, antes de deslumbrarme con luces cegadoras. Fue como si encendieran infinidad de minúsculos y potentes focos. Me costó horrores adaptarme. Lo más gratificante fue cuando interioricé que con mi nuevo cuerpo podía volar. Y lo hice. Revoloteé libre. Batiendo las alas, no sentía calor, ni frío, ni odio, tampoco dolor. La verdad es que no sentía nada de nada; fue como si me hubieran extirpado el alma.

Así estuve hasta que un aroma me atrajo como un imán. Mis recién estrenados atributos guiaron mi vuelo hacia una cinta pegajosa donde mis cuatro patas traseras se hundieron como en el barro. Intenté zafarme. Me impulsé con las alas, pero de nada me sirvió. Ya exhausto, vi acercarse unas enormes tijeras. Grité cuando apareció un gran ojo tras una lupa, un ojo que no dejaba de observarme…

Autor: Jean Michael Jarre

Album: Chronologie. Título: Chronologie VII 

Album: Rendez-Bous. Título: Second Rendez-Bous I 

Album: Magnetic Fields. Título: Magnetic Fields II

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