La casa familiar, con sus techos altos y sus grandes ventanales. Siempre pensé que nos observaba, cuando jugábamos en el jardín y por las noches se quejaba de sus achaques y de sus dolores, a través de los crujidos de la madera.
Con la edad había perdido muchas de sus tejas marrones, dejando huecos aquí y allá. Parecía estar sufriendo alopecia severa. Pobre, con lo presumida que había sido siempre.
Los abuelos siempre la tenían lustrosa, barnizada y engalanada de flores. La abuela bordaba preciosas cortinas de algodón blanco para cubrir sus ventanales. En verano, con el aire, hondeaban al viento, como banderas de paz.
Banderas de paz…un oscuro pensamiento se cruza por mi mente. Mi rostro se ensombrece.
El sonido del violín, el violín que solía tocar en la buhardilla.
Mi corazón comienza a latir acelerado, me presiona el pecho. Mi respiración se entrecorta y mis manos sudan y tiemblan. Las observo, están ajadas y tienen un color cetrino. Nada tienen que ver con aquellas delicadas manos de violinista.
Unos versos acuden presto a mi memoria, mi madre los recitaba para mí…
Tiemblan las cuerdas, de un viejo violín
Lamentos en el viento, arrastran cada canción
Clamor de tierras lejanas, melodías de vidas pasadas
Heridas sangrantes, lágrimas de dolor
Melancolía y agonía, gritan al unísono
El violinista en el tejado, aúlla a la luna
Notas arrancadas, desde lo más profundo de su corazón
—Supervivientes, fuimos una familia de supervivientes—susurraba mi padre, con ojos vidriosos.
Una guerra tras otra, oscuridad y terror. Banderas blancas al viento, salpicadas de sangre de nuevo.
—¿Nunca acabará este horror? —enjuago las lágrimas que ruedan por mi rostro.
Las sirenas suenan a lo lejos, el cielo se ilumina con bengalas y el suelo tiembla a mis pies.
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