Aquel lejano día de febrero nos trajo un cielo cargado de nubes negras que auguraban una jornada pasada por agua. Por si fuera poco, el viento soplaba con fuerza, lo que obligaba a la vegetación a realizar una forzada coreografía, que crecía en intensidad cuando alguna ráfaga huracanada lograba colarse entre los edificios que circundaban el parque. Bostecé aburridamente desde mi ventana y a punto estuve de volver al confort de mi lecho si mi madre no hubiese estado pendiente de mis movimientos.
—Date prisa, Antón —dijo con su acostumbrada autoridad—. Es que no tienes remedio: ¡vas a llegar tarde otra vez!
En el trayecto al colegio comenzó a llover como si no hubiese un mañana, como si esas nubes negras que tanto me importunaban, tuviesen prisa por despachar toda su carga. El paraguas que me protegía sucumbió heroicamente en acto de servicio, ya que una ráfaga endiablada me lo arrancó de las manos y lo destrozó como si fuese papel cuché. La capucha de mi anorak tampoco corrió mejor suerte, pues pronto quedó empapada e inútil en su cometido. Una cosa sí tenía clara: el cabrón que nos había vendido las botas milagrosas en las que no entraba la humedad, se había mofado de nosotros.
Cuando por fin llegué al aula, después de haberme secado bien en los aseos, la clase ya había comenzado. Abrí la puerta temblando, aunque no por la humedad instalada en mis prendas, como cabría esperar. Con un débil hilo de voz pedí permiso para entrar. El profesor se me quedó mirando con los brazos cruzados y el semblante muy serio. No contestó a mi súplica. Tampoco movió un solo músculo. La estancia estaba sumida en un silencio sepulcral y el aire, de denso, se hacía irrespirable. Me apresuré a sentarme en mi pupitre intentando pasar inadvertido, pero el cazador ya había olido la presa. No me había sentado aún cuando el silencio se vio truncado por su falsa complacencia:
—Tenga la amabilidad de venir a la pizarra —dijo mirándome por encima de sus anteojos y volviendo su cara lobuna hacia la clase—. El señor Piñeiro nos va a mostrar su destreza con la raíz cuadrada.
Miré a la pizarra y pude intuir, más que ver, una serie de números correlativos. Seis, tal vez siete, no pude precisar dado que el miedo atenazaba mi mente. Los números temblaban, o por lo menos a mí me lo pareció, circunstancia que, por otro lado, no me hubiese extrañado lo más mínimo, dado el terror que infundía en nosotros el infausto personaje.
—Bien, Piñeiro —volvió a percutir—, proceda. Toda la clase está pendiente de sus evoluciones.
No tenía ni idea de cómo resolver aquella maldita operación y él lo sabía. Por el rabillo del ojo pude ver cómo sus manos se debatían nerviosas en los bolsillos de sus desgastados pantalones, prestas a entrar en acción. Sabía que el primer paso para salir airoso de aquella sucia trampa que me tendía, era utilizar una o dos cifras de la serie y enfrentarlas al cociente, tal y como se hace en la división, pero a partir de ahí tendría que improvisar, y ya sabía a donde conduciría eso. Después de ese primer paso olvidé bajar cifra para enfrentar la cantidad restante al cociente por segunda vez. Me arrepentí de inmediato, pero ya era tarde. La bofetada me llegó desde atrás, abarcando de lleno la oreja derecha. No me cogió por sorpresa, porque sabía que el show estaba servido y que lo único que faltaba era iniciarlo. Por mi cabeza pasó fugazmente la imagen del enérgico director de orquesta, batuta en alto, antes de iniciar una representación. Al final bajé cifra cuando su mano ya había marcado mi cara por tres veces. En ese momento me vine abajo y rompí a llorar, esperando que mi llanto y los rostros de terror de mis compañeros lo ablandasen, pero fue inútil. Las lágrimas siguieron corriendo y las bofetadas continuaron cayendo hasta que la última cifra del resto apareció plasmada en la pizarra. Mi cara era un poema. Me ardía. También las orejas. Del cuello para arriba no había superficie, por pequeña que fuese, que su mano no hubiese maltratado. Me fue imposible determinar el número de veces que abofeteó mi dignidad, aunque imagino que fueron tantas como errores tuve para resolver el problema.
Ya en mi pupitre, rojo por la indignación y por el castigo recibido, hice una firme promesa. Aquel día juré para mis adentros que cuando fuese mayor le daría su merecido a aquel bastardo hijo de puta. La humillación por la que hacía pasar a sus alumnos merecía un castigo ejemplar y yo estaba dispuesto a ejercer de verdugo. Pero ha pasado más de medio siglo desde entonces y como el tiempo todo lo suaviza, mi sed de venganza se ha aplacado. A día de hoy me siguen chirriando las nubes negras. También las personas que creen que el ejercicio de su profesión les da derecho a menospreciar a los demás. No me he molestado siquiera en averiguar su paradero e ignoro si todavía seguirá vivo. Me importa una mierda. Lo que sí tengo claro es que ese dicho que reza «la letra con sangre entra» y que tan asumido tenía ese carnicero, no puede ser más acertado: me cuesta trabajo recordar su nombre, pero no se me han olvidado las raíces cuadradas.
Cuarteto de cuerda nº 8 en Do menor, op. 110. (largo). Dmitri Shostakovich.
Fitzwilliam String Quartet
Decca Music 1975-1977
A Universal Music Company
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