Una noche de San Juan

Una noche de San Juan

aure

09/04/2023

Tenía la plaza una pila de años. En aquel lugar se celebraban las pandorgas y venerandas del pueblo. Sonaba un pasodoble entre dorremifasoles desafinados interpretado por la Orquesta Prodigiosa: conocida heridora de tímpanos.

Parvulillos pipirigallos correteaban por todos lados. Una algarabía de muchachas y muchachos, con la cosquillera de la juventud temprana, reían y saltaban armando la marimorena. Brincaban una jota los mozos y las mozas; ellas con una sonrisa en la boca tan alegre y satisfecha, que pareciera llevasen bolas chinas ocultas en lo más íntimo de las perneras.

Revuelos de pañuelos y de risas. Hembras y varones buscaban con celo en la mirada a su media naranja meciéndose mientras caminaban. Una madre coraje pasó regañando a su hijo: «Andaaa, ¡tira pacasa!». Algunas mujeres maduras pareciera que se pintasen la cara con polvo de ladrillo. Una de ellas decía a otra: «Que venga Dios y lo vea…». Y la más fea, hecha un adefesio, replicó: «Ay, hija, en el cielo no se distinguen los ángeles de los avechuchos». Todos callaron cuando comenzó a hablar el alcalde —torre de años, más de ochenta— hecho un doctrino.

Me encaramé a la barandilla del balcón para otear el ambiente festivo. Miré hacia la plaza, que estaba bajo la corteza del cielo donde rielaban las estrellas; pero no logré encontrar a aquella por la que bebía los vientos. Entraba por el aire un olor de bienestar que aspiré hasta lo más hondo. El aroma de jazmines en enredadera se mezclaba entre azahares por los rincones. La plazuela me deslumbró de gozo con sus luces de color caramelo-limón, naranja y menta; pero entre todas…, solo ella resplandecía cuando la vi pasar del brazo de una amiga.

Entré al baile bebiendo de una copa de hombre. Al verme pasar oí exclamar a una niña treceañera: «¡Santamaría!» Hasta hacía muy poco era un chavalín lampiño; pero con los años me hice «un hombrachón»; eso decía mi madre. Entre todo aquel alboroto me propuso inquieto un amigo: «Vamos a por ellas antes de que se enfríen las migas en la sartén». Cerca de la lumbre algunos ancianos aceitunados, arrugados, delgados como zurbaranes, fumaban sin parar. Al pasar escuché a uno decir entre tosecillas: «Chupadoras de sangre, eso son las mujeres». Unas chiquillas jugaban
y cantaban: «Al pasar el trébole, el trébole, el trébole. Al pasar el trébole, la noche de San Juan…».

Ella me sorprendió mirándola el culo; volvió la cabeza para sonreírme por encima del hombro. Le dije: «¿Quieres bailar…?» Y me contestó con un «Sí» para siempre. Se acercó y me recogió entre sus brazos. Al sentir su contacto, parecía que me regalase caricias con sus dedos. Yo, tímido, le ofrecí todo lo que tenía: mi cuerpo de hombre recién estrenado. Entre tanto por la orquesta trinaba un cantante como un cuclillo:

Tanto tiempo disfrutamos de este amor,

nuestras almas se acercaron tanto así…

que yo guardo tu sabor,

pero tú llevas también… sabor a mí.

Bailábamos abrazados al ritmo de la música romántica, alrededor de otros cuerpos danzantes. Me sentí mecido por ondas de un viento nuevo. Navegué arrimado a su cuerpo de mujer vestida con el tejido de la espuma, en el vaivén de un mar de olas. Así pude sentir por primera vez el oscilar de la vida a ritmo de un bolero. Con cada paso tracé en el suelo inconsistente las más bellas palabras de amor y deseo. Me quedé suspendido en el aire; luego, hinqué los dos pies en la tierra para quedarme en equilibrio. Todas mis hormonas de joven macho embriagaban mi entusiasmo. Éramos dos imanes pegados.

Si negaras mi presencia en tu existir,

bastaría con abrazarte y conversar…

cuánta dicha yo te di…

que, por fuerza, llevas ya… sabor a mí.

Mis sentimientos, al igual que la música de la orquesta y el cantor inexperto, desafinaban entre los deseos. Con cada vuelta mi cuerpo se cosía más al suyo. Con la fruta de albérchigo en su aliento creí que me quemaba. Un cosquilleo ardoroso danzaba por mi interior hasta que las bocas se fundieron y cada una bebió del fuego. Brasas de labios en candelas y ritmo de lenguas. Con aquel largo beso me sentí en el cielo, en la mismísima gloria dentro de su boca, pegados como goma. Nuestras miradas chocaban y saltaban chispas. El verdeoro de sus ojos era un caliente decir en silencio.

No pretendo ser tu dueño,

no soy nada… yo no tengo vanidad…

de mi vida doy lo bueno,

soy tan pobre… ¿Qué otra cosa puedo dar?

Fue entonces cuando le dije al oído aquello de: «Los cuatro latidos que sientes en el pecho son de mi corazón». Ella me respondió guasona: «Y eso que tus pies pisan son mis pobres pies». El amor es tacto, las manos acarician. Mis innumerables dedos tartamudos se multiplicaban y no supe qué hacer con ellos. Embraguetado con poderío la voluntad se desvanece, y un músculo involuntario se endurece como si pretendiera viajar él solito al Monte de Venus. Entonces pude traducir las cifradas oscilaciones de su vientre como un nuevo alfabeto de movimientos impronunciables. Aquel vaivén con vida rítmica era un ardor, un calentamiento que incendiaba las palabras. Aquellos ajetreos entretenían mis ansias.

Pasarán más de mil años, muchos más,

yo no sé si tendrá amor la eternidad,

pero allá… tal como aquí…

en la boca llevarás… sabor a mí…

Con semejante brega cada signo de ritmo insinuado acentuaba mi aturdimiento. No desfallecí. Me sentí como si ella me esculpiera de nuevo con sus manos sobre mi sólida figura de éter. Yo imaginaba que, con mis leves roces, iba revelando la materia deseada, quitando parte de la sustancia inútil hasta abrazar su alma. Ella era capaz de derretir la carne más dura. Nunca sentí tales lumbres allí por donde la sangre se vuelve espuma. 

Resistí como un héroe a la tentación de fusión nuclear. La canción terminó y nuestros cuerpos permanecieron enlazados por un tiempo, anclados por la boca para toda la vida.

© 2023 aure

#bocadillo

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